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Recta final en la novela: Octava entrega de "Un lugar en el Mundo" - Noticias de Necochea

ARTE Y CULTURA | 18 JUN 2020

Recta final en la novela: Octava entrega de "Un lugar en el Mundo"

Últimas entregas de la novela que transcurre a comienzos del Siglo XX en las playas de Quequén. En la sección Arte y Cultura podes encontrar todas las entregas previas del libro de Verónica Sordelli.




 

Emilia

Los Almada junto con su hija, yerno y nieta arribaron esa mañana a la estación. Si bien ya contaban con vehículo para realizar el viaje, aún no eran de confiar, las rutas apenas estaban señalizadas, y arriesgarse a hacer semejante viaje con la niña no resultaba muy prudente, por lo que decidieron hacerlo en la forma conocida, en tren.

Don Ángel estaba esperándolos con tres carros.

Emilia, mirando por la ventanilla con Guillermina en brazos, mientras todos se disponían a bajar apresuradamente, observaba la estación. Hacía más de un año que no volvía a Quequén, y sus sentimientos acudieron a su encuentro, todos juntos. Quiso ponerles un orden mientras bajaba las escaleras, pero no pudo. Esa estación le traía los recuerdos más hermosos, ahí la había esperado Lorenzo para llevarla al faro el día en que decidió mentir para estar con él, para acompañarla nuevamente a ese lugar, luego de ese maravilloso día en que se había convertido en su mujer. Ahí también había sentido la tristeza y el dolor más grandes vividos hasta el momento, el día que se fue con su familia de regreso a Buenos Aires, con la esperanza de regresar a los brazos de su amado y el día que partió con su hija en el vientre, y el rechazo de Lorenzo, que la llevó a tomar decisiones tremendas para seguir adelante.

No pudo ordenar sus sentimientos.

Augusto, Teresa y Tadeo subieron en el de adelante. Ella con Manuel y Guillermina en el segundo y el tercero estaba dispuesto para los baúles y las niñeras.

Ángel se acercó al carro.

Ángel miró a Guillermina que en ese momento le dedicó una sonrisa, y miró a su madre que bajó la vista.

No tuvo dudas.

 

En el hotel fueron recibidos por el personal, ya tenían asignados los departamentos, antes de dirigirse al suyo Emilia se acercó a Manuel y le entregó la niña.

Era muy exigente y necesitaba ver las condiciones de higiene.

Emilia sintió que el corazón le estallaba, era la primera vez desde su llegada que se hacía referencia a Lorenzo.

 

Lorenzo

 

El nuevo rol de empresario no me había imposibilitado seguir adelante con mi pasión, el fútbol.

 

El club Ministerio de Obras Públicas de Quequén, decano del fútbol quequenense y una de las más prestigiosas entidades afiliadas a la liga Necochea de fútbol, fue creado el 22 de julio de 1926, a instancias de un grupo de vecinos vinculados a la actividad portuaria. La entidad tuvo su sede en la esquina de San Martín y Magallanes. El crecimiento fue paulatino, y con la ayuda de sus asociados, el fútbol pasó a ser la pasión que lo llevó a constituirse en uno de los clubes más fuertes de Necochea y Quequén.

La primera cancha fue el orgullo de los hinchas, el campo de juego rodeado por ligustrinas era el punto de encuentro de los apasionados por el deporte.

Yo colaboraba incansablemente con el club, y era integrante junto a Valentino del equipo. Carlo ya comenzaba a dar sus primeros pasos con la pelota. Esa pasión que compartíamos nos unía todas las tardes.

Como lo hacía diariamente, al salir de entrenar, llevaba a Carlo al hotel, donde doña Josefa lo esperaba con un importante tazón de leche y algún acompañamiento horneado. Tocaba la bocina del coche, para avisar que habíamos llegado, esperaba que ella o don Ángel aparecieran en la puerta de la cocina para asegurarme que me habían escuchado, continuaba viaje hasta casa, tomaba un baño, me vestía con la ropa que impecable colgaba en el ropero y me dirigía a la oficina donde Cata me esperaba.

Ese día teníamos que ir a ver el salón donde íbamos a celebrar la fiesta de nuestro casamiento, si bien ambos lo conocíamos, porque era el lugar donde nos habíamos visto por primera vez, nos iban a mostrar la decoración disponible y hablarnos del menú. Catalina quería que todas las mesas estuvieran adornadas con floreros de rosas blancas, sobre los manteles bordados a mano color manteca, la vajilla sería de porcelana, y los cubiertos de alpaca, nos comentó el encargado de la organización de la fiesta. Cuando todo estuvo acordado y luego de varias horas de ver menús, carta de vinos, detalles de la orquesta y la música elegida en el momento de ingresar al salón, nos fuimos a casa de Valentino que nos esperaba a cenar.

Catalina tenía pasión por Julito, no pasaba día sin ir a visitarlo, y tenerlo en sus brazos le despertaba deseos incontrolables de ser madre.

 

Un tema recurrente en las charlas con Valentino, que no perdía la oportunidad de preguntarme si ya había intimado con su cuñada.

 

 

Emilia

 

 

Guillermina, según sus abuelos, era precoz.

Emilia agradecía a Dios que la niña, que ya contaba con un año de vida, era de contextura pequeña y aún no se había largado a caminar, asentía con una sonrisa los dichos de su marido.

Estaba pisando por primera vez la playa. Si bien iba en brazos de su padre, su madre le había acercado un puñado de arena, que no dudó en llevarse a la boca.

Tadeo seguía siendo un niño criado entre algodones por su madre, el pobre chico sufriría toda la vida haber llegado luego de varios embarazos perdidos, una teoría que no compartía en lo más mínimo Emilia, quien intentó decírselo en varias oportunidades, pero como la madre no quería escuchar determinados temas, optó por hacerle ver que su hija tendría una vida y una relación con la naturaleza totalmente diferentes.

Tomó a la pequeña de los brazos de Manuel, la puso sobre la arena, y agarrada de sus dos manos para que no perdiera el equilibrio, la llevó al mar, una ola mojó los pies de ambas, Guillermina pegó un grito de sorpresa y alegría cuando el frío del agua tocó sus pies. Emilia se enamoró de ese momento, alzó a la pequeña y la abrazó con fuerza. Levantó la vista, ahí estaba, el mentor de su pasado, quieto como un retrato. Era el Monte Pasubio.

 

 

 

Hotel Quequén

 

 

 

 

Era 24 de diciembre, Ángel y Josefa se encontraban desde muy temprano en el hotel, como era habitual. Carlo se había quedado conmigo, ese día no iría a la oficina. Nos levantamos y nos fuimos al club, me encontré con amigos y conversamos toda la mañana, ya no era mucho el tiempo que tenía para dedicarles, ese día me di cuenta de que extrañaba todos esos momentos de ocio.

La cena de Nochebuena estaba anunciada para las 22 horas.

Tenía temor, no había regresado nunca más al hotel, y no sabía qué iba a sentir.

 

La familia Almada y López Nova ya se encontraban a la mesa del salón comedor.

Todo tal cual como lo recuerdo”, pensó Emilia, el mismo ambiente familiar, la cordialidad de su personal.

La tranquilidad de saber que Lorenzo no estaba en el lugar, ya habían pasados varias jornadas desde su llegada y no lo había visto, la hizo disfrutar del momento.

Guille lucía un vestido blanco bordado a mano, con unos zapatitos de charol color manteca y una vincha de flores de seda del mismo color de los zapatos. Emilia, como siempre encantadora, su pelo estaba largo y caía con bucles sobre su espalda, lucía un vestido de encaje ceñido al cuerpo que destacaba su figura.

 

Pasé a buscar a Catalina, que ya se encontraba en casa de su hermana, esperándome para ir los cuatro con el pequeño Julio.

 

Los primeros en llegar, don Maximiliano y doña Valentina, fueron acompañados a la mesa reservada para ellos. Les ofrecieron un aperitivo, y tomaron asiento a la espera de la llegada del resto de la familia.

La pequeña Guillermina era la atracción del lugar, sus padres y abuelos habían hecho todos los intentos posibles para que se quedara un poco quieta, pero no había caso, gateaba de un lado para otro, cuando tenía alguna silla o alguna pierna al alcance de sus ojos, eran sus bastiones para poder pararse, y hacerles sonrisas a todos.

Cosa que era lo que se acostumbraba, los niños comían con sus niñeras y los adultos solos, Emilia no estaba dispuesta a cumplir con esa costumbre.

Emilia miró a Manuel. Por supuesto que no iba a dejar a su hija con la niñera, él lo sabía.

Teresa respetaba mucho la decisión de Manuel, o por lo menos no lo contradecía. Cuando Emilia se dio cuenta fue el mejor remedio que utilizó para dejar de confrontar con ella.

Tadeo, con casi trece años, estaba callado sentado al lado de su madre.

El niño, que no hacía nada sin el consentimiento de su madre, buscó su aprobación, cuando la tuvo, fue al encuentro de la pequeña, la tomó en brazos y la trajo a la mesa.

Pudieron contenerla con un pedazo de pan.

Emilia nunca había visto a su madre tan enérgica, los recuerdos que tenía era de una mujer sumisa.

Claro, pensó, papá dejó en ella la crianza de Tadeo, hizo con mi hermano lo que quiso y evidentemente ahora que ya estaba a punto de ponerse los pantalones largos, y mucho más tiempo no tendría para someterlo, pretendía que ese lugar lo ocupara Guillermina.

 

Durante el camino al hotel, el entusiasmo reinaba en el auto. Era una aventura la incertidumbre de no saber si tardaríamos quince minutos o dos horas en llegar de un lugar a otro, dado que si el motor del Ford T decidía dejar de funcionar, cosa que sucedía muy a menudo, estaríamos en problemas. Lo que nos resultaba divertido era que, a medida que pasábamos cuadras, descontábamos los minutos que tardaríamos en llegar al hotel caminando.

En el asiento trasero Sara y Catalina con Julio en brazos reían.

 

La niña comenzó nuevamente con sus andanzas en el salón, se lo recorrió gateando, Emilia vio la incomodidad en la cara de su madre y ya no lo soportó.

 

Llegamos sin ningún inconveniente, el mozo nos recibió y nos invitó a pasar a la mesa. Sentí nostalgia, había pasado momentos muy importantes, si bien era poco el tiempo en que estuve, el hotel fue el primer lugar que conocí a la mañana siguiente del naufragio. Y también el primer trabajo que me ayudó a olvidar aquella pesadilla. y aunque no quisiera aceptarlo, o mejor dicho daría todo por olvidarlo, fue acá donde conocí el amor.

Emilia, escuchaba su nombre como un eco en mi cabeza. Emilia… Emilia.

Tomamos asiento, casi todos los empleados habían sido mis compañeros, ellos fueron los que se quedaron fuera de hora un veinticinco de diciembre a ordenar los jardines, por un castigo que me habían impuesto. A la nostalgia le sumaba la culpa de estar ocupando este lugar mientras ellos seguían siendo mozos.

Entré a la cocina y uno a uno saludé a mis compañeros, que en ese momento estaban saliendo con los platos.

Volví a la mesa.

 

 

Ya estaban sentados a la mesa redonda dispuesta en el departamento, con su pequeña que hacía unos minutos se había quedado dormida.

 

 

La velada fue agradable, luego del impacto que me provocó el ingreso al hotel, disfruté de la noche junto a mi familia política.

Ángel, Josefa y Carlo salieron de la cocina para brindar con nosotros por la llegada de la Navidad.

En el salón de baile la orquesta comenzó a tocar “Siga el corso”. Un tango con letra de Francisco García Jiménez y música de Anselmo Aieta.

Miré la mesa que me había sido asignada el verano en que trabajé en el hotel, estaba ubicada en la mitad del salón, y desde nuestra ubicación no era visible, las columnas la ocultaban

Vi a los Almada. Mi cuerpo se tensó. Miré a don Augusto a los ojos. Mi mandíbula y mis puños estaban apretados.

Aún tenía mucho rencor.

 

Las copas chocaron.

 

La orquesta ya estaba promediando su repertorio, la gente comenzaba a retirarse, el salón comedor ya se encontraba en condiciones para el día siguiente.

Nos despedimos, me fui para la cocina.

Ángel y Josefa ya habían terminado el día de trabajo y estaban muy cansados, lo decían sus ojos. Carlo se había quedado dormido sentado en una silla.

Se fue con los padres.

 

 

Los músicos comenzaron a guardar sus instrumentos, el silencio comenzaba a tomar protagonismo, apenas si quedaban algunas personas despidiéndose o felicitándolos por el repertorio.

Emilia, en su cuarto no había podido dormirse, lo había intentado, pero la música no se lo había permitido.

Salió del hotel, no vio que por la puerta de la cocina Lorenzo cargaba a Carlo en los brazos para subirlo al auto.

 

Vi a una muchacha de espaldas con una hermosa cabellera salir caminando.

Cuando el auto tomó la calle de la costanera, y la playa quedó a la vista, una pequeña luz titiló en la orilla.

Sonreí con nostalgia.

 

El contrato

 

 

La reunión con el abogado estaba a punto de realizarse. Tenía en mis manos la firma de un contrato que nos daría la posibilidad de tener una ganancia inmejorable.

Alarcón ya había llegado, estaba en mi despacho tomando un whisky. Se escuchó la campana de la puerta.

Abrí la puerta del despacho, hice un ademán para que ella entrara primero. En ese momento los abogados, que estaban conversando en los sillones, se pararon para recibirnos. Manuel tomó la mano de Catalina y se la besó.

Inmediatamente me miró a los ojos y me ofreció su saludo.

La vida me estaba poniendo nuevamente a prueba, debía continuar con la mayor naturalidad posible, estaba frente al esposo de Emilia, del hombre que me la había robado. Él me había ganado la batalla y ocupaba mi lugar. Tenía ganas de pegarle, de agarrarlo de la solapa, acercármelo a la cara y decirle: “¡Hijo de puta! ¡Me cagaste la vida! Te voy a matar, hijo de puta”.

 

Maximiliano estaba eufórico.

Asentí.

No, la seriedad me la dejó el último diálogo que escuché antes que Manuel se retirara.

 

Estás tan cerca…

 

La presencia de Manuel para ese negocio había sido el motivo que la llevó a no poder negarse a pasar sus vacaciones en Quequén, por lo que estaba al tanto de su firma.

 

No escuchó más.

 

 

El faro

 

 

Improvisé un fuerte dolor de cabeza. Necesitaba estar solo, pensar, era imposible que siguiera sintiendo este deseo por Emilia. Me maldecía una y otra vez.

Está casada, tiene una hija, ¿estás loco? En dos meses te casás. ¡Tu vida cambió en todo sentido! ¡Tenés una mujer que te ama! ¿Qué carajo querés?

Fue mi voz la que me hacía todas las preguntas, fue mi corazón el que contestó: a Emilia.

 

Improvisó un fuerte dolor de cabeza. Necesitaba estar sola, pensar, era imposible que siguiera sintiendo este deseo por Lorenzo. Se maldecía una y otra vez.

Te abandonó sin siquiera escucharte, eligió a otra mujer que será su esposa. Tenés a tu hija con una promesa que no podés romper. ¿Qué estás buscando? Era su voz la que le hacía esas preguntas. Fue su corazón el que contestó: a Lorenzo.

 

Tenía la obligación de recuperarme. No podía permitirme que la tentación de ver a Emilia me ganara, sentía un cargo de conciencia que me torturaba, si bien nada había hecho que me hiciera arrepentir de mis actos, todo lo que deseaba hacer estaba prohibido.

Sin saber cómo llegué, comencé a subir las escaleras del faro.

 

Emilia salió del hotel sin destino cierto, quería aclarar sus ideas. Sus emociones le habían jugado una mala pasada, no podía dejarse llevar por ellas. Se comportó como una colegiala cuando escuchó el nombre de Lorenzo, sentía que no estaba bien actuar de esa manera. Debía hacerse cargo de que ella fue la que le propuso a Manuel toda esta mentira que eran sus vidas, exigiendo respeto. Ella misma se había postergado como mujer.

Apoyando sus manos en la baranda de la garita, respiró profundo el aire que la altura del faro le regalaba.

 

Llegué al último escalón, la puerta estaba abierta, mi corazón no resistió al ver a Emilia y comenzó a latir con tanta fuerza que pensé que se iba a escapar de mi cuerpo. Permanecí quieto y callado hasta lograr calmarme, ella no me vio. Estaba sumida en sus pensamientos con la mirada fija en el paisaje.

Tomé valor y di los cinco pasos que nos separaban. En esos segundos, que no sé cuántos fueron, mil cosas pensé, lo primero que mis ojos me mostraron fue su belleza física. El sol estaba cayendo detrás de ella, formando una silueta oscura, que se destacaba sobre el cielo rojizo, seguramente no hubiese sabido de quién se trataba, si otra persona ocupaba ese lugar, pero a ella la había pensado, deseado, imaginado todos los días y podría dibujar de memoria su cuerpo, su estatura, su perfil…

En esos segundos también pensé la forma en que la sacaría de sus pensamientos.

Todas fueron descartadas.

 

Con una mano la tomé de la cintura, con la otra corrí su cabello y besé su cuello, mis labios tocaron su oreja, y en el instante en que mi lengua la humedeció pronuncié su nombre. No pudo controlar el gemido, giró su cuerpo enfrentándome, sus manos recorrieron mi cuello, sus dedos se introdujeron en mi boca y sus labios buscaron los míos con urgencia, nos miramos a los ojos, no nos veíamos, el deseo aumentaba y la necesidad de pertenecernos era un instinto animal. Desabroché su blusa haciéndome paso hasta sus senos, ella mi camisa pegando su cuerpo al mío. La sensación, cuando nuestras pieles se tocaron y sus pezones erguidos se aplastaron a mi pecho, borró todo el tiempo separados. Ya no existía la razón. Hubiese vendido mi alma al diablo a cambio del placer que estaba sintiendo. Dejé su cuerpo desnudo, al igual que el mío, la tomé por de la cintura. Se aferró a mi cuello y me rodeó con sus piernas. Ambos gritamos de placer cuando la penetré, salí de su cuerpo, quería que el tiempo se detuviera, y estar así toda la vida.

Se acostó sobre la ropa que estaba tirada en el piso, invitándome nuevamente, traté de resistirme, la miré sin hacer nada, sus ojos cerrados, su lengua humedeciendo sus labios y su cuerpo arqueado.

Su invitación hubiese provocado mi eyaculación si no hubiese distraído mi mente para retrasar ese momento. Los artificios no lograron detenerme, la penetré, uní mis manos a las suyas que estaban tomadas de la baranda, grité de placer cuando mi semen se dio pasó en su cuerpo, gritó de placer cuando su orgasmo acompañó al mío.

 

Nuestra respiración se iba calmando, y nuestras mentes trabajaban incansablemente para saber cómo afrontar el momento que venía. Nos miramos sin mediar palabra.

No hubo preguntas ni reclamos. Habían pasado casi dos años, tiempo más que suficiente para olvidarnos, fueron los momentos de pasión vividos los que dijeron que no había sido así .

El silencio me dolía. Puso sus manos sobre mi boca obligándome a callar.

Comenzó a vestirse.

Me besó y se marchó.

 

 

Nosotros

 

 

En el camino al hotel, Emilia entendió el poco sentido que tenía negarse a los deseos, cuando los que se presentaban eran inmanejables como los que había vivido momentos atrás. Le había sido fácil respetar a Manuel, y postergarse como mujer, claro, si no había vuelto a verlo. Todo es simple mientras la tentación no se presenta, y ahora, que había hecho de las suyas, y se retiró, como las olas en la bajamar, ella volvía a tomar el control de su vida.

 

 

Ya en la cama, sin poder conciliar el sueño, luego de haber revivido una y mil veces el encuentro con Lorenzo, terminó por aceptar que su amor siempre le pertenecería a ese hombre. Pero debía continuar con su vida, hasta el momento había resultado. La línea entre lo correcto y lo incorrecto era demasiado delgada.

Se levantó de su cama, avisó a la niñera, que dormía en el cuarto con Guille, que estuviera atenta a la niña.

Los asientos de piedra que rodeaban a la fuente del patio interno estaban solitarios, se sentó en uno de ellos y prendió su cigarrillo, el agua caía formando una melodía que la calmó.

No vio a nadie, y tuvo envidia de todas aquellas personas que descansaban bien. Ella no lo estaba logrando.

Nunca imaginó que el encuentro con Lorenzo se daría en esos términos, y menos aún que pudiera haberse dejado llevar de la manera en que lo hizo. Sus sentimientos eran confusos, estaba totalmente arrepentida por Manuel, pero totalmente agradecida por lo que había sentido.

Emilia secó las lágrimas que caían sobre la mejilla de su marido. Si buscaba lavar sus culpas, no lo logró, se sintió doblemente responsable.

 

 

En camino a ver a Catalina, traté como pude de sacar todo lo vivido de mi cuerpo, de mi mente, de mi corazón. Es la mujer que elegí, me repetía una y otra vez. Me reprochaba no haberme dado la posibilidad de lograr esa plenitud con Cata.

La tomé de la mano y caminamos a su dormitorio. La tendí sobre la cama y comencé a desprender su ropa.

 

Cata estaba radiante cuando llegué por la mañana al trabajo, nunca imaginé la alegría que le provocó sentirme totalmente suyo.

Fue en vano haber querido revivir con ella lo sucedido en el faro. No sucedió. La intimidad lograda con Catalina tuvo una ternura única, y una entrega total de su parte.

Sería la esposa perfecta si no hubiese conocido la pasión y el deseo que me provocó encontrar a Emilia.

Necesitaba hablar con Valentino. No siempre me gustó lo que escuché, pero tengo que reconocer que jamás evaluó la posibilidad de que yo me ofendiera o me enojara. Cada vez que intervino lo hizo desde la convicción de aconsejarme lo mejor. Y por eso lo respetaba.

 

Le conté lo sucedido cronológicamente. Sus ojos iban aumentando de tamaño, no me interrumpió.

Terminó su charla con una reflexión:

-Agradecé a la vida que te está dando la posibilidad de que elijas. Y enojate al mismo tiempo porque solo de tu decisión dependerá tu futuro.

Escuché cada palabra, no tenía demasiado que pensar.

 

 

Emilia y Manuel despertaron juntos en la misma cama, el tiempo de intentarlo había llegado.

Golpearon a la puerta, entregaron un telegrama.

Las familias Almada y López Nova partieron esa misma tarde para Buenos Aires.

 

 

 

Buenos Aires

 

 

Instalada nuevamente en su casa, Emilia se reincorporó al diario, seguía dedicándose a las columnas sociales y de interés general, pero de a poco comenzó a inmiscuirse en los temas políticos.

Paso a paso, se dijo, aceptando la propuesta. Sabía que a la larga lo lograría.

 

Su vida personal no presentaba demasiados matices, Guillermina crecía día a día, era hermosa persona, cariñosa, divertida y consentida de sus padres y abuelos.

Con Manuel, habían logrado convertirse en una pareja.

Nunca se arrepintió de lo vivido con Lorenzo, fue un aprendizaje. Su culpa le permitió conocer los sentimientos de Manuel y darse la posibilidad de una segunda oportunidad en el amor.

Lamentablemente no lo había logrado, quería a su marido y le estaría eternamente agradecida. No era infeliz. Eran como la mayoría de los matrimonios amigos que tenían, amores tranquilos. Demasiado.

No todo el mundo tiene la posibilidad de encontrarse en la vida con un amor que hiciera pedazos la lógica y la cordura, dando paso a la pasión más desenfrenada. Ella la había tenido. Sabía de qué se trataba. Y no fueron pocas las noches que en sus sueños el faro de Quequén fue escenario de esos encuentros.

 

 

Quequén

 

 

Estaba parado en el atrio. El avemaría sonaba, y Catalina caminaba a mi encuentro tomada del brazo de su padre. En el primer banco don Ángel y Carlo, del otro lado Valentina, Sara y Valentino con Julito en brazos. Josefa estaba a mi lado.

Por pedido de mi suegra, la ceremonia religiosa se realizó en la iglesia Nuestra Señora del Carmen. Los bancos estaban adornados con rosas blancas. Habían concurrido todos mis amigos del club con sus familias, los amigos de mis suegros y de las mellizas.

Besé a la novia.

 

La fiesta fue muy divertida, bailamos disfrutando toda la velada, sin darle importancia a la tradición, nos quedamos hasta el final. Al otro día tomábamos el tren a Buenos Aires.

 

Unos días antes de la celebración Cata me dio el regalo más hermoso y menos imaginado.


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