

Sentir la tierra al caminar, viajar hasta el final, entregado y adelante (El Plan de la Mariposa).
Como si grabarme otorgara fidelidad a la promesa, a la creencia irrisoria que concedí para destrabar esa carga que tenía desde que volví de Rusia en 2018.
A los paquetes daba pena romperlos, como esos tesoros que se esconden en el mar. Aún siento el olor a nuevo en su bordeado dorado. La ansiedad invadía la acción pese a que mi novia me putearía por no esperarla a hacerlo juntos, una decisión egoísta y abstraída de toda humanidad que podía provocar la ruptura.
- Un ganhés, dos canadienses, muchos australianos.
Jugadores que nunca conoceremos ni tendrán espacio en los mercados de la palabra. En el tercer paquete salió media copa, la base inferior que prometía un augurio. Pero en el cuarto llegó el orgasmo.
- ¡Número 30... Argentina! –leí mientras mis pupilas se dilataban-.
Los números de las figuritas no coincidían con las camisetas, por eso mis expectativas no eran grandes. Sin embargo, ahí estaba el #10. Lionel Andrés Messi. 24 de junio de 1987. Año 2005 (el del debut expulsado a segundos de ingresar). Un metro setenta, 72 kilos, delantero. En internet hoy se vende a 20 dólares.
Un jugador serio con las dos estrellas en la camiseta que no coincidía para nada con mis saltos de locura por la promesa que se cumpliría. Como si en ese diminuto papel estaría el equivalente a los pasajes, como si en el grito emocionado estaría la idea de ir a un Mundial en la loma del kinoto a dos meses de su inicio. Pero no, no era tan fácil.
La figurita de Messi.
Un Mundial es un conglomerado de empresas multinacionales que arman el show del deporte más popular entre los 195 países reconocidos. Se reparten sus negocios en una entidad creada en 1904 para que los Estados no la puedan tocar –salvo si afectan negocios norteamericanos- y armar una gran épica de la llegada donde pocos países lo lograron en un siglo. Un circo hermoso donde ganan pocos y pierden los pueblos: mueren albañiles en las construcciones de estadios, las obras quedan obsoletas y se suman las deudas millonarias para las arcas estatales.
Queda lejos el originario Mundial de Uruguay de 1930, con pocos equipos y el dominio del Río de la Plata. A casi cien años, tendremos un 2026 con la novedad de cambiar el histórico armado de 32 equipos: serán 48. No sólo eso sino que será en tres países, mientras en el 2030 será en tres continentes. Así de loca es la FIFA.
Sin embargo, el fútbol sigue siendo el articulador de los pueblos que cada cuatro años ven la posibilidad de ser felices colectivamente, y eso está bueno.
Volvamos.
A diferencia de otros mundiales, para entrar a Qatar había que tener asegurada una entrada y al menos una noche de hospedaje. Eso fue todo un tema. Mientras dudaba de dejar mi trabajo en una redacción que había ingresado hace meses, los estados de ánimo eran insoportables. Sabía que ir a Doha era una cosa de mitos y creencias, pero también necesitaba de alguna cuota terrenal para materializarlo. En mi cabeza había un pajarito constante que me lo recordaba, más los amigos que hablaban, más los estímulos mediáticos. Había guardado ahorros de una venta de un corsita 1999.
En marzo del 2022 fue la primera venta abierta al público, esto implica saber a qué partidos se puede ir. Las entradas de Argentina volaron en segundos y empezaba a esfumarse mi primera chance. O la segunda, porque en noviembre del 2022 se vendieron las ciegas, esto implica sacar entrada sin saber qué partido te toca. O sea, podía salir Argentina – México o Irán – Estados Unidos. Pero ahí lo veía lejano así que no le di bola.
A mitad de año llegó otra chance y no hubo suerte para ver a la Scaloneta. Tampoco en la última tirada. Estaba lleno de dudas por las complicaciones para llegar, aún no sabía qué carajo iba a hacer con mi trabajo... y sumado a la plata que significaba ir, mis chances eran menores a medida que se acercaba el inicio. Así fue que en septiembre de 2022 la figurita de Messi motivó en mi cabeza -como dice la canción del Plan-, la lanza de mi fe.
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Plaza Roja, Rusia. Con hinchas argentinos en la previa del mundial.
En Rusia 2018, Putín eligió las sedes con estrategia política. En Moscú mostró a la imponente Universidad Pública de diseño soviético como patio de un fan fest, un espacio para que los fanáticos a ver los partidos en pantallas gigantes con bebidas y comidas autóctonas. En Samara estaba el polo tecnológico, una demostración de poder en décadas de disputa con Occidente por el dominio de un área clave para el futuro. En Volvogrado el Estadio se abrazaba al río Volbo, donde Napoleón no pudo entrar y Hitler perdió la batalla más sanguinara de la historia. Una imponente estatua de la mujer recuerda a los dos millones de caídos en batalla. En San Petesburgo está lo imponente de la arquitectura y la realeza, en Sochi el mar.
En Qatar 2022 la cosa fue distinta. Los estadios se construyeron en el desierto de Doha, a kilómetros de distancia articulados por subtes ultra modernos, con sillones de cuero en su interior y pantallas perfectamente diseñadas, mientras lo carteles mostraban fotos de los mundiales en una cronología quirúrgica. El gobierno qatarí apostó a mostrar lo nuevo, lo excéntrico, la riqueza. Un fenómeno de época marcado por el petróleo y una inteligencia artificial hecha ciudad, con un mar custodiado por murales altos con una entrada a 50 dólares.
Mezquita en el centro de Doha.
Ya había subido a mis redes sociales la épica de la figurita. Estaba entregado. Seguimos comprando, empezamos a llenar el álbum, pero no tocó ninguna más del equipo argentino. Algo que le daba más argumentos a la cuestión: ¿Cómo te va a tocar sólo a Messi?. Bueno, pasó. El destino quería que vaya, pero necesitaba destrabar varias cuestiones.
Ese envión se empezó a desinflar con el paso de las semanas. No había chances de entradas oficiales, o sea no podía entrar al país. Un día llegué animado porque decían que abrían la venta de remanentes, pero una experiencia de colegas que le bajaron el pasaporte durante una escala en un aeropuerto me bajó de un hondazo. Eran de Urbana Play y contaron lo difícil que era ingresar a Qatar. La yuta madre… ¿Cómo me voy a arriesgar a ir? ¿Cómo depositar el sueño de cuatro años para que un seguridad me impida pasar? Es una locura, pensé.
Llegó el inicio del Mundial y conmigo una mezcla de sensaciones. La felicidad del momento se trastocaba con la de un deseo trunco. Interiormente me picaba ese bichito de que a Argentina le vaya mal porque no podía ir. Una dosis de egoísmo que se esfumó cuando perdimos con Arabia Saudita. Estábamos destrozados, la ciudad aturdía en silencio para ir a trabajar ese lunes de mierda a las 9 de la mañana. Dos compañeros de redacción se peleaban como si la derrota fuera la culpable. Para pasar el mal trago me compré las mejores tortas negras con dulce de leche, pero ese día parecían adoquín. La empleada me atendió con cara de culo.
Shopping en las afueras de Doha. Inspirado en Venezia.
Como se sabía de la demanda popular, Doha armó una base en las afueras de la ciudad con monoambientes idénticos separados por letras a un precio de 80 dólares la noche en base doble. En una carpa blanca había voluntarios que te daban la llave y explicaban con el dedo como llegar. Como Arcadío Buendía en su travesía hacia Macondo, era común caminar en círculos y perderse.
La argentineada hizo después que en las plazas de tierra con olor a pintura en las veredas se mezclara con el humo del asado y las parrillas artesanales, mientras algún qatarí traía en camioneta el alcohol que está prohibido en el país de los varones.
El calor de esos días en Argentina hizo que el clima de fiesta me haga olvidar de la posibilidad de ir. Asados, pelopincho, fernet con cola y encuentros masivos para festejar los triunfos ante México y Polonia, se potenciaron cuando le ganamos a Australia en Octavos y a Holanda en Cuartos. Días de euforia y abrazos por doquier.
Al día siguiente de la batalla del Lusail fui al cumpleaños de un amigo. La ansiedad por todo era tal que llegué primero. El segundo fue Francia, y el tercero un amigo clave para esta crónica. Fran es dueño de una agencia de viajes y tenía ese bichito por ir, algo que manifestó en el aire y quedó. Durante esa noche las charlas fueron futboleras y no pasaron a mayores.
Al otro día, un poco para hinchar las bolas y otro con un marco de seriedad, tiré la piedra para tantearlo.
- Che Fran, ¿y si vamos?
Los gatos, sagrados en Qatar. Brasil no lo entendió y quedó afuera en Cuartos de Final ante Croacia por penales.
El lunes 12 de diciembre estaba en Argentina y no tenía idea qué iba a pasar. El martes 13 Argentina jugaba con Croacia por la tarde. Esa misma mañana Fran me escribió que consiguió un número de entrada, que si sacábamos una noche de hotel tal vez nos daban la Hayya Card, el equivalente al pasaporte Qatarí. Desde la redacción hicimos el intento. Alquilamos una noche en el Barwa –los monoambientes- y simulamos una entrada.
Entramos. Virtualmente teníamos un pie en Doha. Fran consiguió congelar un pasaje hasta la noche por si Argentina ganaba (Unos 1800 dólares). Messi lo hizo fácil, en el primer tiempo el partido estaba liquidado. Festejamos en el centro, un poco ebrio y un poco cagado por la situación: en pocas horas haría el viaje de mi vida o el de mi pesadilla eterna. Una carga católica que debería desprenderme. Les juro que mientras miraba a la gente extasiada en cada calle, me daba nostalgia de lo que podía venir. Una ruleta de sensaciones.
- ¡Pero sos pelotudo, te vas a la final mirá que te vas a poner mal! –me dijo un amigo-.
El miércoles 13 llamé a la redacción y avisé que me iba. Que agradecía este tiempo pero que tenía un viaje impostergable. Nadie pensó lo que venía. Renuncié.
El jueves 14 de diciembre tenía pasajes con destino Ezeiza – Madrid, Madrid – Doha. Desde temprano me salió todo mal. Fui al banco y me olvidé la tarjeta en el cajero.
- Vení a buscarla mañana nene, hoy no podemos sacarla. –Me tiró el de seguridad-
Me quería morir, era mi herramienta para moverme allá y esa noche partía. Fui a buscar una empleada y se puso como si fuera mi mamá. Cuando le expliqué pegó un salto y en diez minutos tenía la tarjeta en mi poder.
A la tarde, Fran me esperaba en el centro de la ciudad de La Plata para ir a Ezeiza en combi. El chofer estaba apurado y no esperó siquiera un minuto. Estaba pautado para 15.45 y a las 15.46 ya estaba varado a una cuadra con las valijas y tres mil dólares en mano. Había bajado del taxi que me llevaba a lo de Fran.
Empecé a manifestar el estrés. Imaginaba una secuencia de pérdida de avión y un cartel en la frente que decía “boludo”. Lloré. Desesperado empecé a llamar a amigos a ver si me podían llevar. Heber me dijo que no joda, que quería ver la semifinal de Francia. Mariana me dijo que justo iba a Capital, que me llevaba. Me alivié, pero duró un pedo porque no podía sacar el auto de la casa de su abuela: no tenía las llaves y se había ido. Diez minutos después me cruzo a Martín, que salía de laburar con el traje que lo caracteriza. No me animé a pedirle que me lleve, me pareció desubicado. Tiré puntas por todos lados y apelé a un Uber, dije ya fue, a esa altura estaba frito. Vino Juan en un Gol 2005 a gas, y fuimos con las ventanas abiertas a 80 km por hora por la autopista en un día de 30 grados. Llegué chivado al Aeropuerto Pistarini.
Con Fran nos tomamos una birra bien fría para descomprimir. A Doha llegábamos en horario similar pero tomamos distintos aviones... él hizo escala en Etiopía, o no sé donde carajo. Empezaba la aventura.
Postal de Doha.
En Madrid eran las 3 de la mañana del 16 de diciembre y había clima de mundial en el Aeropuerto Barajas, con los pocos que habitábamos los pasillos. Dos amigos argentinos cerraron su negocio en Almería y se tiraron a la suerte. Del conurbano se fueron a vivir a España: cambiaron cultura por estabilidad.
Conocí a Federico... parecía calmo, pero me cagué todo cuando me contó su situación: Qatar no le aprobaba el pasaporte y se le iba el avión.
Los carteles del Mundial hacían fácil llegar a la ventana de recepción de Qatar Always. Fueron horas chiclosas de espera y ahí estaba ansioso para saber si los papeles estaban en regla. Se me vino el recuerdo de los rechazos, tenía miedo en todo el cuerpo... temblaba.
En el silencio de la inmensidad del Aeropuerto una chica empezó a los gritos al salir del baño. Un tipo le había robado la cartera. Como si al momento le faltaran condimentos.
Finalmente logré pasar y accedí a la espera del avión. La Mona Jiménez apareció como si nada con dos amigos. Los había invitado al Mundial.
- Che cómo jugó Francia, ¿lo pudieron ver? –Preguntó como uno más-.
El artista popular más conocido de Córdoba llevaba dos relojes emulando a Diego Maradona. Sus cadenas y lentes de sol le daban el toque a una estrella que se mostraba tranquila. Nos interrumpió Federico, con felicidad en su rostro porque le habilitaron el pasaporte. Finalmente estaba arriba del avión.
Subte en Doha.
Al llegar a Doha conocí a Javier, un cordobés hincha de Instituto que sería otro eslabón importante de esta cadena inolvidable. Era un pibe en su primer Mundial con la novia online desde España para ver si conseguía entrada. Tomamos el colectivo que nos llevó al Barwa y quedamos en contacto.
Mientras esperaba a Fran, unos franceses hicieron unos choris en una plaza seca. Eran piolas, hablamos como podíamos pero con las aplicaciones nos hicimos entender. Uno era basurero y hablaba con orgullo de las batallas sindicales para conquistar derechos.
El lugar era un crisol de razas. Dos árabes se acercaron enloquecidos con la excitación de un pibe en un parque de diversiones. Mostraban fotos de su ciudad y nos invitaban a ir. Si se da, será en diez años porque ahí se va a jugar el Mundial 2034 confirmado por la FIFA días atrás. Mientras tanto, dos qataríes macanudos de un metro noventa, piel morena y grandes turbantes nos invitaban a comer un banquete a su casa el día siguiente, el sábado 17 de diciembre de 2022.
Fran llegó, comimos algo y salimos a pasear a la madrugada por el centro de Doha. Estábamos ahí, mirando los edificios de lujo iluminados hasta las arterias por luces de colores de los 32 equipos del mundial. El agua calma custodiaba las riquezas de una ciudad nueva, desde el basurero en la calle más inhóspita hasta el aire acondicionado instalado en las plazas públicas. Una locura.
Otra cosa que sorprendía era los carritos de golf que te acercaban de un lugar a otro. Me tomé una lancha desde el puerto que alquilé a un puestero por 30 dólares. Vi la ciudad de lejos, me deslicé como Jim Carrey en Truman Show hacia un destino irreal. Estaba flotando en artificio.
El puerto de Doha.
El sábado 17 de diciembre explotaban los grupos de whats app. No teníamos entrada y había muchas estafas. Decidí irracionalmente dejarme llevar y seguir paseando. Los argentinos estaban desesperados, la mayoría en la misma. Gente que estaba desde noviembre con ojeras evidentes. Me hice amigo de unos cordobeses que llegaron en bicicleta desde Sudáfrica, con seis meses de viaje pasando por destinos inimaginables y experiencias alocadas. Tampoco tenían el papel de la felicidad.
Mientras paseábamos por el centro, Javier era como un asistente cómplice que me iba diciendo qué chances teníamos de conseguir algo. Cada una hora surgía una posibilidad pero a los minutos se caía, en una rueda desesperanzadora. Aunque suene loco, para mi estar ahí saldaba mi viaje. Pero Fran estaba nervioso.
A la tardecita del sábado 17 de diciembre era el último banderazo argentino previo a la final. Cercados por vallas de seguridad humanas, unos dos mil hinchas cantábamos al calor de las banderas y las ansiedades. Fran se decidió por conseguir una entrada de tres mil dólares a un colega platense del rubro de turismo que se dedicó a revender todo el Mundial en el bar de un hotel cinco estrellas. Una de las tantas patas detestables de este show. Desplegó uno por uno los treinta billetes con la cara de Benjamin Franklin mientras se le tensaban las venas de la frente.
- Mañana a primera hora te llega la transferencia en la aplicación. -Le prometió el vendedor-.
- Dale, si no me la mandas te prendo fuego el negocio. -Respondió Fran irónicamente, o no-.
Eran las nueve de la noche del sábado 17 de diciembre y Javier tiró la última piedra. Teníamos una punta a cuarenta minutos de distancia con una pareja de chetos que nos esperaban con dos entradas que habían conseguido del preparador físico de la selección nacional. Cuando llegamos yo tenía la camiseta de Gimnasia, y el vendedor un tatuaje de Estudiantes. Como Fran es pincha, safamos.
- Menos mal que tenés puesta la roja y blanca, porque si venías solo, a vos no te la vendía.–Me dijo el pibe señalándome-
Tras caminar unas veinte cuadras de un día agotador, con Javier teníamos las entradas. Pagamos dos mil dólares cada una. A precio oficial estaban 1400, por lo que a precio de reventa no pareció descabellado: fue la final más emocionante de todos los tiempos.
Nos íbamos a dormir tranquilos pero dejábamos el margen a una posible estafa, por lo que fue difícil pegar los ojos. Encima, unos árabes hicieron una fiesta en una cancha de básquet sobre el predio donde parábamos. Estaban como locos, fascinados por ver a dos argentinos sueltos y nos invitaron a bailar. Saltaban, cantaban, zapateaban de forma coordinada con largos atuendos blancos. En un estéreo ponían canciones de cancha y alentaban como si se hubieran criado en Quequén. Mientras hacíamos fila india en un tema de Luis Fonsi, tenía mi entrada guardada en la pieza y transpiraba con la idea de un robo o algo por el estilo. La cabeza era una calesita.
Afueras del Lusail , cuatro horas antes del partido.
Llegó el domingo 18 de diciembre. Fuimos con Fran a la sede de FIFA a acreditarnos para el partido. Nos dieron una tarjeta física que para nuestro sentir cotiza en bolsa. El ex jugador de fútbol Gonzalo Bergessio pasó en monopatín eléctrico como la imagen rándom del día. Un guía indicaba “para allá bobo” señalando al subte que nos depositaría en el Estadio.
Cuatro horas antes llegamos al imponente Lusail. Cuando la entrada disparó la luz verde me volvió el alma al cuerpo. Habíamos entrado.
Una mujer vestía de celeste y blanco arriba de un gnomo mientras flameaba la bandera argentina. En un par de garitas daban regalos de publicidad, como una bufanda o algún gorro. Un escenario contenía a algunos hinchas en un espectáculo único. Al entrar, Fran fue a la otra punta y a mí me tocó la puerta 10. Otra señal.
Ya estaba llorando de emoción. El festival de cierre, las luces, los gritos eternos, las cámaras que mostraban la llegada del más grande al Estadio. Una dosis de estímulos que alimentaba la adrenalina. Me tocó el arco que Argentina atacó en el primer tiempo, donde Di María miró hacia arriba en el festejo del mejor gol de la historia de las finales.
A minutos de comenzar el partido vi entrar a un padre con su hijo, se nos puso pegado a Javier y a mí. Cuando Messi convirtió el penal del primer gol nos abrazamos entre todos, como si fuéramos familia: estallé en llanto como un nene. Creo que fue el descargo de tantos días, tantos años. Temblaba y sentía miradas alrededor.
- Disfrutá flaco, tranquilo. –Me dijo un hincha mientras me palmeaba-
El teléfono estallaba en el entretiempo y la alegría venía con cautela. La canción de Muchachos retumbaba desde distintos puntos de la cancha. A los pocos franceses que vinieron los teníamos en la bandeja de abajo.
El paseo del primer tiempo encontró una cachetada de realidad a minutos de que la cancha grite “oolee, oleee”. En una jugada aislada Otamendi no se animó a rechazar y vino el penal. Recuerdo hacer el gesto con el pie para sacarla como si tuviera alguna incidencia real.
En el 2-1 Messi perdió la pelota en la mitad de la cancha y los franceses lo gritaron como un gol. Citando a Menotti, el fútbol es un estado de ánimo. Aún retumba en mis oídos el ruido limpio de la red ante el golazo de Mbappé. Se me bajó la presión como pocas veces en mi vida. Me senté desanimado con la mirada perdida.
Llegó el alargue, la incertidumbre, la pesadez. El pibe de al lado lloraba y el padre lo consolaba.
En el minuto 108 Lautaro Martínez bajó una pelota bombeada, el enano de Rosario trianguló con Enzo Fernández y la fue a buscar. El bahiense se encontró con la pelota, cerró los ojos y pateó al arco. En el rebote veo un tumulto y con él, los hinchas argentinos detrás saltaron de alegría. No sabía que había pasado pero grité gol, solo como loco malo. Mi astigmatismo no dejaba ver con claridad, fue en el otro arco. Se gritó por partes. Messi miró de reojo al árbitro, la pantalla gigante escribió: "VAR Check". Los más desconfiados veían offside, los más optimistas lo gritaron varias veces. Ya está, gol de Lío, por fin. Emergió en la retina el recuerdo de la final 3 a 2 con Alemania en México 1986, estaba todo dado. Pero no.
El guionista quiso hacer la película más larga, emotiva, incierta y agónica. Pezzela ingresó al campo para sacar las pelotas aéreas, pero tras un córner llegó el tercer golpe por un Montiel que de desesperado ante un remate se cubrió con el codo. Otro penal para Mbappé que hizo un saltito canchero en el festejo para el 3-3. Crisis.
La tapada agónica de Dibu a Kolo Muani en el minuto 122 pasó inadvertida ante tanto ida y vuelta. Los suplentes de Francia invadieron el campo y se tragaron la jugada. Fue un mano a mano que como San Martín, creció con el tiempo y se hizo mural.
Paulo Dybala le impidió hacer el cuarto gol a Mbappé en un partido que duró más de dos horas... con los últimos minutos que parecían de fútbol 5 por la cantidad de llegadas. En el minuto 124 el árbitro polaco Szymon Marciniak decretó el final del partido del siglo. Penales.
Messi asumió el compromiso de ser el primer jugador en hacer esa caminata eterna hasta el arco donde la cabeza se llena de preguntas. Arqueó la cintura para engañar al arquero Lloris y pateó el penal en cámara lenta... la pelota no entraba más.
Dibu se hizo gigante otra vez y manejó psicológicamente al rival. Le tiró la pelota lejos a Aurelian Tchouameni para la que vaya a buscar, porque sabía que cada segundo aumentaba la tensión. Así atajó uno y motivó a errar otro.
Los argentinos patearon bien. Con la frialdad de Dybala para apuntar al medio, apostando a que el arquero se tirara a un costado. Con la confianza de Paredes para darle de lleno con el empeine.
Falta el último a cargo de Gonzalo Montiel. El defensor respiró, tomó aire y anuló 36 años sin campeonatos argentinos en mundiales. Cuando la pelota tocó la red, en el estadio el gol no se gritó... se lloró.
Tras abrazos eternos con desconocidos hablé con papá por videollamada, vi su cara de felicidad desde Necochea aunque no nos escuchamos del quilombo que había. Quise salir del Estadio en una jugada arriesgada para buscar una mejor ubicación: inventé que me habían robado el celular para poder volver a entrar. Chamuyé a cada voluntario y lo logré. Me mandé a la platea más cercana al campo de juego y estaba Messi en andas del Kun Agüero. Pude ver la historia de cerca, quería estirar ese momento para siempre.
Fran volvió rápido en un avión a Buenos Aires, yo me quedé unos días más. Casi pierdo el avión de vuelta, pero esa es otra historia. En mi billetera, tenía la figurita de Messi. Le faltaba una estrella.