

Automáticamente después, la noticia se convierte (con suerte) en estadística.
No habría sido yo quien escribiera el artículo, porque a pesar de ser periodista desde hace años; nunca me gustó cubrir policiales. Es sólo una cuestión de preferencias profesionales.
No sería yo quien escribiera este texto, si no hubiese sido yo mismo la víctima de ese violento hecho de inseguridad.
Llegué a Quequén hace un par de años visitando a una amiga y como tantas personas antes que yo y tantas después de mí, me enamoré.
Este año, en un momento de cambios personales, tomé la decisión de mudarme para hacer el intento de vivir en un entorno natural que se impone y con una tranquilidad que hace tiempo estaba buscando. Lejos del caos de la ciudad, lejos del ruido. Cerca del mar.
No lo hice como un porteño que cae de una palmera al interior de un país que desconoce (no soy porteño y me crié en un pueblo del interior no mucho más chico que este). Adopté progresivamente todas las medidas de seguridad que mis amigos y vecinos locales me fueron advirtiendo: cámaras de seguridad, rejas, alambrados, iluminación, alarmas y todo tipo de pequeños recaudos cotidianos. Estuve atento. Todos me reconocieron que había robos, que sobre todo, se daban fuera de temporada, que “hay gente que ha ido a la playa y cuando volvió se encontró la casa desvalijada...”.
Lo tomé en serio porque no soy el tipo de persona que como escuché en estos días por parte de un vecino:
“Vienen a Quequén y piensan que es ‘una isla donde no pasa nada’. Pasan estas cosas como en todos lados...”
Si tomé los recaudos es precisamente porque nunca pensé que nada pudiera pasarme en términos de inseguridad.
Pero lo que sí es cierto, es que no imaginé que pudiera pasarme lo que me pasó.
Una semana antes el viento obligaba a suspender actividades por una alerta naranja. Cuando calmó un poco fui al mar para oírlo rugir y contemplar la intensidad de ese fenómeno que me fascina. Al volver la casa estaba en orden.
El clima había por fin decidido aplacarse así que una amiga vino a cenar, pusimos música, jugamos a las cartas y cortamos temprano. Al entrar en mi habitación descubrí que mientras eso sucedía ladrones habían entrado y se habían llevado mi ropa, ropa de cama, una máquina de cortar el pelo, perfumes... cosas. Todo estaba dado vuelta, así que supuse que habían buscado dinero. Poco sabían los ladrones de mi situación financiera evidentemente, porque sencillamente no había dinero. Tuvieron que conformarse con un secador de pelo, mis más lindos buzos y poco más, pensé.
Pero pensé mal, porque no se conformarían.
Me costó mucho recuperarme de la sensación de invasión de la privacidad y aceptar, sobre todo el hecho de que sucediera mientras nosotros mismos estábamos en la casa. Nadie me había advertido sobre eso. Los robos de los que me habían hablado sucedían cuando las casas estaban vacías. Con esa inquietud adicional radiqué la denuncia y describí uno por uno los objetos que me habían faltado. Y volví a casa.
Menos de una semana después, estaba solo cuando escuché un ruido y vi en directo la misma imagen que después volví a mirar hasta el hartazgo en los videos de las cámaras de seguridad.
Un hombre avanzó hacia mí apuntándome con un arma que me puso en la cabeza y me pegó un culatazo.
Detrás, otro hombre al que había visto avanzar con una barreta en la mano me pegó con el hierro en la cara y me tiró al piso.
Aunque ese golpe me anestesió y me dejó al borde del desmayo no perdí la consciencia mientras me siguieron golpeando.
“No te hagas el boludo” me repitieron varias veces. Y les obedecí sin entender bien qué significaba eso en sus ánimos alterados. Quizá se referían a que fuera honesto, entonces hice eso. Les conté la verdad, dije que se podían llevar lo que quisieran y buscar horas pero que no tenía plata; que podían encontrar una riñonera, que la buscaran, pero que sólo tenía unos pocos pesos.
Un billete de 20 mil para ser más exactos y algunos sueltos de mil y de cien. Eso era todo y no era mentira: eso era todo.
En poco tiempo dieron vuelta la casa, menos la habitación a la que ya habían entrado días antes, y supieron que no les mentía. Esta vez el botín fue un poco más interesante: incluyó una máquina de hacer soda, un televisor Smart viejo de 50 pulgadas y una linda campera de invierno que se llevaron puesta.
En la solidaridad salvadora de mis vecinos, a quienes recién empiezo a conocer, encontré también otros sentimientos.
Sorpresa. Impotencia. Bronca. Desamparo. Y lo más horrible: resignación.
Soy periodista desde hace muchos años, y me tocó recopilar testimonios similares infinidad de veces.
Encontré en el personal a cargo de la investigación de la policía de Quequén un trabajo profesional y muy dedicado, desde el primer momento en que pisaron mi casa. Fue gracias a ellos que pude recuperar parte de mis pertenencias.
Lo mismo sucedió en el Hospital de Necochea, donde el cirujano maxilofacial me corrigió la fractura de nariz con una pericia que fue elogiada con mucha gratificación por mi hermana que se dedica a lo mismo. La atención del resto de los médicos, enfermeros y personal fue excelente.
Me queda como contraste el sabor amargo de ver las condiciones en las que trabajan, en ambas instituciones. Siendo hijo, hermano y amigo de médicos siempre me fue cercano lo ingrato que es ser profesional de la salud en el sector público en la Argentina.
Una situación lamentable que lleva décadas y que sólo en el último año se ha agravado brutalmente hasta el punto de tener que presenciar el vaciamiento de centros de salud por el recorte de recursos; incluido el Hospital Garrahan, que además de ser un ejemplo de servicio y un orgullo internacional por su nivel profesional, es la única alternativa de atención para miles de niños y niñas del país que padecen enfermedades.
El ataque oficial directo y las mentiras vertidas sobre quienes resisten brindando allí un servicio médico urgente y de calidad, es no menos que repulsivo.
Pero, aunque para algunos sea una incomodidad ideológica, la situación de muchas de las personas que trabajan en fuerzas de seguridad es igual de lamentable. Se constata fácilmente acudiendo a dependencias policiales donde las condiciones edilicias y de recursos a menudo son de una precariedad incomprensible.
Si es urgente un control y una formación de las fuerzas policiales que las vuelvan más empáticas con los problemas sociales en los que intervienen, menos autómatas y más cercanas a las personas más vulnerables del sistema; también lo es sanear sus entornos de trabajo y brindarles condiciones laborales dignas como punto de partida.
Eso no debería plantear ningún dilema ideológico.
Eso no implica tampoco desentenderse de un control sobre su accionar. Sobre todo, porque quienes suelen beneficiarse usando a la policía con meros discursos de “mano dura” luego no parecen tener intención de atender estos problemas estructurales de fondo, a corto, mediano, ni largo plazo.
Escribo esta nota después de hablar con un amigo que me cuenta que su suegra fue violentamente asaltada anoche en Salta. La maniataron y golpearon para robarle en su casa, donde se encontraba también su nieta.
Leo que en un allanamiento a no muchas cuadras de distancia, descubrieron hace tiempo un botín de robo junto con armas “tumberas”.
A unas calles de distancia vecinos con conocimiento de albañilería trabajan en la terminación de una pileta que construyen desde hace meses con muchísimo esfuerzo en el patio de su casa, saturada de rejas.
Hace unos minutos, recibí el mensaje preocupado de otra vecina que todavía construye la casa que había soñado para vivir feliz cerca del mar. La soledad ahora la espanta.
Vivo en una comunidad en la que a ninguno nos sobra el dinero. Nadie es rico. Nadie tiene la vida resuelta. Nadie es el enemigo de nadie. Todos somos parte de una clase media trabajadora fuertemente golpeada por la coyuntura, que con mejores o peores recursos tratamos de salir adelante.
También el médico que me atendió.
También la oficial que se puso al hombro la investigación de mi robo.
Todos tenemos un deseo común, que es el de sobrevivir con la mayor tranquilidad relativa que pueda lograrse dentro de un contexto de locura global.
Y no es necesario aclarar que nadie puede sentirse tranquilo si no se siente seguro en su propia casa, en su refugio, en su comunidad.
A la vuelta de la esquina están las próximas elecciones.
Ojalá… podamos ver en las propuestas de todos los partidos un abordaje serio para combatir la inseguridad y la violencia social. Sin mezquindades, ni declaraciones estereotipadas de derecha o izquierda.
Ojalá, no nos resignemos nunca a vivir inseguros.
Y ojalá quienes ocupen cargos públicos, una vez, estén a la altura.
De la redacción de NdeN.