

"El ejercicio de la beneficencia" de Marcelo de la Hera
“Para esa clase de gente tenemos que estar alegres cuando ellos están contentos.”
Alejandro Dumas. La dama de las camelias.
Cuando ambas abandonamos el Teatro Colón quiero decírselo; prefiero que lo sepa por mí y no por otros. Invito a Enriqueta a caminar unas cuadras hasta la confitería Richmond. Es diciembre y el sol se empeña en flotar hasta altas horas de la tarde.
Ella se opone, aunque sin mucha convicción:
—Dos damas solas enjoyadas, Violeta, ¿te parece?
—¡Dos flores distinguidas que embellecerán la tarde de Buenos Aires! —digo, y nos echamos a reír. Logro convencerla e indicamos al chofer que nos espere en la puerta del lugar.
Media hora después nos reponemos de nuestra aventura, sentadas en una de las mesas de la vereda, café vienés y torre de masitas de por medio.
—Debo revelarte algo, algo muy importante —le digo.
Sonríe y, con cautela, da un pequeño sorbo a su café. Vuelve a sonreír.
—Ocurrió en la noche del día de Reyes, hace dos años, en ocasión de nuestra donación de juguetes a la Casa de los Niños Expósitos. Vos habías viajado a visitar a unos tíos en Alemania, ¿recordás?
—Sí. ¡Cómo olvidar el frío!
—Bueno, al igual que todos los años, yo había bajado del coche seguida por los sirvientes que llevaban las cajas. Debajo de la arcada divisé al nutrido grupo de las Damas; sus sombreros parecían corolas que se bamboleaban. Identifiqué a Albertina Ocampo de Villar Bosch, con la que habíamos compartido cena la noche anterior luego de la Exposición de la Sociedad Rural; a Delfina Marull de Sardá, mi sobrina política y aliada incondicional; a Angélica Russo de Esterlús Silva; y a la odiosa Adela Rodríguez Larreta de García Mansilla.
» Lloviznaba mientras ascendía por las escalinatas hacia ellas. Me apuré todo lo que pude para que la humedad no arruinara mi vestido de Henriette, el celeste drapeado que tanto adoro —había dudado entre ese y uno marrón de Paula Naletoff, con cuello halter; pero el Henriette había combinado mejor con el sombrero de flores de crêpe de Rosé Descart—. Tampoco podía apurarme tanto, calzaba unos fantásticos stilettos Peruggia de dos tonos y, como bien sabés, los tacos no se llevan bien con las carreras.
» Quiso Dios que llegara a salvo a reunirme con la plana mayor de nuestra Sociedad de Beneficencia. A la izquierda, un grupo de hombres con trajes oscuros, cronistas de La Prensa y La Nación, fumaban con tranquilidad.
» Como todos los años ingresamos y, luego de cumplir con los obligados saludos de cortesía a los directivos de la Institución, procedimos a posar con los juguetes y los niños.
» Yo me agaché hacia uno de los indiecitos, para ilustrar el momento de caridad cristiana frente a uno de los fotógrafos, muy buen mozo, por cierto, que insistía con su cámara sobre mí. En ese momento el morochito sostenía su juguete; un balero, creo, la verdad es que no me acuerdo. Lo que sí recuerdo es la mugre de sus orejas; los habían bañado y despiojado para la ocasión, los habían vestido con sus mejores ropas, pero ese detalle se les había escapado.
—¡Qué desagradable! —dice Enriqueta.
—Sí, pero ahora viene lo peor. El cronista me indicó que tomara el juguete y que hiciera ademán de entregarlo al niño. Él debía aferrarse al regalo y mirarme a los ojos. Entonces, en el preciso instante en que se activó el flash, el pibe me estornudó en la cara.
—¡Por Dios! —dice Enriqueta y deja a un lado, con un gesto de disgusto, la galletita vienesa que estaba a punto de morder.
—¡Me bañó, Enriqueta! ¡No te imaginás el asco que me dio!
—¿Y qué hiciste?
—¿Y qué iba a hacer? Mientras fulminaba con la vista al fotógrafo, que hacía grandes esfuerzos por reprimir una carcajada, me contuve de pegarle un buen sopapo al cabecita negra; es más, lo acaricié, sonreí con toda la comprensión del mundo y me limpié.
—¿Y la foto? ¡Me imagino que no la habrán publicado, pero la conservarán! —Enriqueta se lleva el pocillo a la boca para disimular una risita.
—La foto me tiene sin cuidado. No es ese el asunto.
Una ráfaga de viento frío sopla desde el Bajo, nos alborota las faldas, me hace picar la garganta. Extraigo el pañuelo de mi cartera y toso sobre él.
—Luego de que me limpié los mocos del negrito, vi que el pañuelo lucía como éste, Enriqueta.
Se lo muestro.
Mi amiga mira las trazas rojas sobre el cuadrado de tela blanca. Agranda los ojos, se lleva las manos a la boca, por horror o para protegerse.
Alza la mano, gira la cabeza para buscar al mozo, deja el dinero sobre la mesa y, sin decir ni una palabra, da media vuelta y se va.