ARTE Y CULTURA | 10 MAY 2020

"Un lugar en el mundo": Segunda entrega

La novela de Verónica Sordelli está situada en Quequén y narra una historia de amor en tiempos de migrantes. Todos los domingos a las 20hs publicaremos un nuevo capítulo.




 

GÉNOVA - ITALIA, 1924

Decidí marcharme. Con mis veinte años y una Italia fascista azotada por la posguerra, no veía futuro en mi país. Mi edad y mi corazón aventurero me pedían a gritos triunfar en la vida. Enfrentaría a mis padres y les contaría la decisión tomada. Supe que iba a ser un duro golpe para ellos, pero debía ser fiel a mis sentimientos.

Mis batallas se libraban durante las noches, cuando el silencio reinaba, y en la cama, ensayaba una y mil formas de darles la noticia, no quería que se sintieran abandonados, no quería lastimarlos, solo necesitaba, por lo menos, intentar cumplir mi sueño. Estaba seguro de que triunfaría, lo sentía en lo más interno de mi alma. Cuando la noche pasó, y los ruidos y olores del día se hicieron paso, emprendí mi camino con decisión.

 

 

Caminé enérgico a encontrarme con ese pedacito de sol, que me llevaría en los bolsillos.

 

Francesca tenía una sonrisa que iluminaba el lugar, la ayudé a vestirse y fuimos hacia la cocina, donde la protagonista era una inmensa mesa de madera, con sus tazas enlozadas, que desfiguraban las imágenes cuando se las veía a través del humo del café.

 

 

Fue en ese momento, en ese desayuno de principios de 1924, cuando mi corazón gritó, y las palabras salieron sin orden, sin calma, pero salieron.

 

 

Durante los primeros cuatro años del gobierno fascista (1922-1926) Mussolini continuaba con la política migratoria de los años anteriores, caracterizada por la libertad de tránsito de la mano de obra italiana hacia el exterior. El primer lugar elegido era los Estados Unidos, pero a partir de 1917 se comenzaron a poner restricciones en el ingreso a ese país, estableciendo cuotas de mano de obra italiana a partir de 1921, y llegando a la política de puertas cerradas en 1924. Esto obligó a Mussolini a orientar la mano de obra excedente hacia el gobierno nacional, un proceso donde el fascismo comenzó a afirmar que la inmigración era un mal, hasta el punto de suprimir en 1927 al comisionado general de migraciones.

 

Llegué al puerto, quería preguntarle a alguien dónde ir a averiguar, me resultó difícil ser escuchado, mi alegría y entusiasmo no coincidían con la realidad que ahí se estaba viviendo.

 

Para los inmigrantes el viaje comenzaba cuando se desplazaban desde su pueblo natal, hacia los puertos más cercanos, lo hacían en ferrocarril o caminando, y ahí se quedaban hasta lograr su boleto.

Para las compañías, el objetivo era embarcar la mayor cantidad de gente posible, mantenían bajo costo de pasaje reduciendo la tripulación, sirviendo comida de baja calidad, ofreciendo espacios pequeños y precarias condiciones de higiene a bordo. Incluso excedían el número de pasajeros permitidos y los bajaban (sin su consentimiento) en puertos intermedios para que las autoridades portuarias no lo descubriesen. El viaje era una pesadilla.

 

Vi que mucha gente entraba en un galpón, los seguí, estaba abarrotado de hombres, mujeres y niños reunidos alrededor de una tarima fabricada sobre un cajón de madera. Logré un lugar aferrado a una columna, me quité la gorra, mis ojos buscaron la boca del locutor, mis oídos se fueron apagando al bullicio del lugar concentrándose en las palabras de ese hombre, que parecía ser el dueño de todas esas almas que ahí se encontraban. La gente gritaba, suplicaba por un boleto y eran interminables las listas donde debíamos anotarnos esperando que llegara nuestro momento de partir.

A mi lado vi a un pequeño que me miró con ojos pícaros asomados debajo de unos rulos que le caían como resortes sobre la frente. Me sonrió con una dentadura blanca como la nieve, que hacía contraste con la suciedad de su rostro. Y por lo bajo me dijo:

 

Mis ojos volvieron a acostumbrarse a la luz del sol, y mis oídos al caos reinante en el puerto.

El chico me llevó a la puerta de despacho de la empresa italiana Armatori Riuniti Società di Navigazione.

 

Las restricciones para migrar ya comenzaban a hacerse notar, y ya se escuchaba a viva voz lo que resultó en 1921 la finalización del libre cambio migratorio. Pero el gobierno aún contemplaba y supervisaba tres situaciones para permitir el viaje.

 

1- El acto de llamada que hacían desde el exterior los parientes del emigrado. Con el objetivo de reunir a las familias.

2- La emigración temporal se consentía siempre que estuviese asegurado un período limitado de tiempo en el exterior por medio de un contrato de trabajo.

3- La emigración intelectual o profesional, ya que así se pretendía afirmar el prestigio nacional en el exterior.

 

 

Me acerqué a un hombre que estaba con unos papeles, se lo notaba muy ocupado.

 

 

Abatido, caminé desilusionado al lugar donde había quedado Carlo esperándome, no estaba. Sin ganas de seguir, me senté a la sombra que proyectaba el gentío aglomerado en la puerta de la compañía naviera. Recordé las palabras que mi padre me había dicho cuando salía para su trabajo, y yo para el puerto. “Lorenzo, no va a ser fácil salir de Italia, hay personas que la están pasando muy mal, no tienen trabajo, están pasando hambre, y no pueden irse”. Qué necio fui, no lo había escuchado, ahora tendría que volver a la herrería, seguir soñando y deseando que en los próximos seis meses hubiera un lugar en algún barco.

 

 

Inmediatamente supe que el chico no era la primera vez que hacía este tipo de cosas, y así me lo hizo saber.

 

 

Los contratos de trabajo temporales eran documentos firmados entre la compañía naviera y el trabajador. Toda la información solicitada para la firma era enviada para su aprobación a los controles de migración, y una vez aceptados las compañías contaban con los nombres del personal por abordar. Generalmente era más alta la oferta de trabajo que la demanda, por lo que las empresas navieras con el listado entregado recibido por el gobierno seleccionaban al personal, armaban la lista definitiva y se presentaban en migraciones con los documentos de las personas que serían integrantes de la tripulación.

 

 

Moneda corriente en esa época, donde la gente hacía cualquier cosa por un lugar que los sacara de la miseria.

 

Resultó sencillo entrar al lugar, encontrar la lista apoyada sobre el mostrador y leer los nombres. Estaban agrupados por actividad, sin pensarlo elegí una que pudiera desempeñar. Mis conocimientos de navegación eran nulos. Desde ese momento fui Francesco De Luca, pive (aprendiz) de maquinarias. El problema que quedaba por resolver era qué hacer con el verdadero Francesco.

 

 

Eran pocas las cosas que se podían hacer, más que esperar que pasaran las horas y embarcar. A esas alturas me encontraba a merced de Carlo. Llegamos hasta el grupo de hombres. Me dio un fuerte puntapié en el tobillo que me hizo gritar, un poco por dolor, otro por la sorpresa, llamando así la atención de los hombres que inmediatamente dejaron de charlar intrigados por lo que estaba pasando. Me agaché a mirar si me había lastimado.

 

 

Yo ya estaba repuesto y asombrado de lo buen actor que era el muchacho.

 

 

Problema resuelto.

 

Nos llevó pocos minutos enterarnos que pertenecían a la tripulación del barco que partía al otro día y que estaban citados a la una de la mañana en la dársena cuatro.

 

Nos despedimos.

 

 

No me contestó.

 

El puerto era el lugar de la ciudad más concurrido, todo lo que necesitaba el inmigrante que esperaba su viaje estaba a su alrededor. Lugares para echarse a dormir, donde por una céntima de lira se conseguía un catre para pasar la noche. Almacenes de ramos generales, para las provisiones básicas. Y los prostíbulos o pocilgas de marineros, así los llamaban. Que por cierto eran los más concurridos. Allí estaba Carlo llevando a cabo la etapa final de la misión, cosa que lograría, ya que contaba con el tesoro más preciado en ese lugar. La plata.

 

 

La respuesta confundió a la mujer, y se le ocurrió preguntar

 

 

El grupo de hombres permanecía en el mismo sitio, charlando seguramente de las mismas cosas, en definitiva, esperando que el reloj comiera las horas para echarse a la mar.

 

 

Le dio la espalda, mientras cruzaba la calle sus nalgas comenzaron a moverse de una forma tan sensual que llamó la atención de los marineros, se acercó a ellos, se escucharon risas, y vio a su dama de la noche tomar la cara de Francesco entre sus manos y darle un beso en la comisura de la boca. Quedó hipnotizado, seguramente, como el hacedor del beso. Cuando volvió en sí la mujer pasaba por su lado, Francesco la tomaba de la cintura, ambos reían. El guiño de ojos de la rubia le confirmó que todo iba a salir a pedir de boca y así fue, porque el pobre tipo entre sexo y alcohol tomó conciencia de su vida veinticuatro horas después cuando ya era tarde.

 

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Enfoqué mis pensamientos en mi familia, y en la despedida que se avecinaba. Llegué a casa, todo era como de costumbre, después de almorzar, mi madre lavaba los platos, mi padre se preparaba para regresar a la herrería a esperar que alguien se presentara con algún trabajo, y mi hermana rezongaba porque no quería dormir la siesta. Tantas veces había vivido esta situación, estaba feliz por haber logrado mi sueño de irme en busca de un futuro, pero sabía que los iba a extrañar, y mucho.

 

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No estaba dispuesto a contarles la verdad y decirles con mucha vergüenza que había engañado, con un chico de apena siete años, a un pobre hombre, que se había ganado el puesto y a toda una compañía naviera, para lograr mi hazaña. Le inventé una historia donde la protagonista era la suerte. Les hablé del contrato de trabajo y les aseguré que volvería en unos meses.

 

Mi madre no me creyó ni una palabra, sacó sus manos de la pileta, apenas las secó con el delantal que llevaba puesto. Y se desplomó sobre la silla. Mi padre, sin embargo, se alegró, confiado en que terminaba el contrato y volvía a mi vida. “Dejalo”, le había dicho a su mujer, “que se saque las ganas, ya se va a dar cuenta de que no va a estar mejor que con su familia”. Mi hermana, como hacía cada vez que nos veíamos, me abrazó y me besó.

 

Guardé las pocas cosas que tenía en un bolso.

 

En el puerto Carlo se llevó a su oso.

 

Ambos queríamos que el tiempo volara.

 

La tarde pasó entre recomendaciones de mi madre, y besos y abrazos de mi hermana.

 

Ya estábamos esperando en la mesa la llegada de mi padre del trabajo.

 

Llegó mi padre, cenamos, acompañé a mi hermana a la habitación que compartíamos.

 

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En la cocina, estaban mis padres.

 

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La despedida con mi padre fue tibia, un fuerte apretón de manos, con la promesa de vernos en pocos meses.

 

La despedida con mi madre me rompió el corazón, un interminable abrazo que confirmó su sospecha, intentó ser fuerte, pero fue inevitable que las lágrimas salieran desesperadamente a decir aquello que las palabras no dijeron.

 

Salí a la noche sin mirar atrás. Llegué al puerto con mi bolso, mi gorra puesta y una bufanda que me protegía un poco del frío y me cubría parcialmente la cara.

 

El ambiente era de despedida. Se escuchaban risas y llantos por igual.

 

Me uní a la fila formada frente al vapor.

 

Francesco De Luca”, le dije, con la vista al piso y el bolso colgado sobre la espalda, al hombre que estaba con el listado en la mano. Vi, como en cámara lenta, caer la tilde sobre el nombre, al tiempo que corría su cuerpo, dándome lugar para que subiera la rampa.

 

Levanté la vista y por primera vez vi el nombre del carguero que me estaba ayudando a cumplir mi sueño. Monte Pasubio, leí.

 

El Monte Pasubio era un vapor italiano de casco de acero, construido en 1920, en el astillero Monmouth Ship Building Corporation, fue botado con el nombre War Glory y pertenecía al Shipping Controller del Reino Unido. Sus dimensiones en pies eran de 412,4 por 55,8 por 35,4 y tenía un registro grueso de 6568 toneladas. Estaba propulsado por un juego de turbinas a vapor de 678 N.H.P. que le permitía desarrollar una velocidad de once nudos. Ese mismo año fue vendido a la empresa italiana Armatori Riuniti Società di Navigazione y rebautizado Monte Pasubio. Ese día de los primeros meses de 1924, al mando del capitán Gaetano Maresce, inició un viaje, desde el puerto de Génova, en el Mediterráneo, hacia Bahía Blanca, provincia de Buenos Aires, República Argentina.

 

 

El viaje

 

 

Una vez en el barco, busqué un escondite hasta el momento de zarpar, no estaba preparado para afrontar cualquier imprevisto, o preguntas que me hicieran. No sería caso de que después de tantas peripecias me descubrieran con el barco todavía en puerto. Me metí en un camarote, el primero que encontré. Me quedé inmóvil, no quería ni respirar. Escuché ruidos y vi la manija de la puerta moverse, es el final, pensé y en dos zancadas me puse detrás de la puerta. La suerte estuvo de mi lado, se abrió y solo vi un brazo que tiraba un bolso sobre el catre. Se volvió a cerrar junto a un trueno que me puso los sentimientos a flor de piel. Era la bocina que marcaba la partida.

 

Pasó una hora, tiempo de salir pensé, el puerto de Génova había quedado atrás, caminé para la sala de máquinas.

 

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Quedé paralizado, sin saber qué hacer.

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Las jornadas eran agotadoras, muchas horas de trabajo y pocas de descanso, promediando el día fui llamado por el capitán.

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Con temor y sin saber qué me iba a pasar, fui a ver a don Gaetano, un tipo muy correcto, muy tranquilo. No me pidió explicaciones, eran obvias.

 

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Sin mirarme y sin decir una palabra tomó el micrófono que estaba sobre el tablero de mando.

 

Había un grupo de marineros a estribor, inmediatamente se organizaron. Uno se sacó la gorra que puso en el piso, y comenzaron a caer monedas dentro. Los que podían dejaban su puesto de trabajo, y los que no mandaban el dinero con algún compañero. Una vez que el pozo estuvo completo, se levantaron las apuestas, los presentes jugaban y los otros apostaban a favor de alguno de ellos. Comenzó la búsqueda del tesoro, como ellos la llamaban, el juego tenía sus reglas, cada camarote era revisado por los propietarios para así evitar problemas por algún faltante. Giuseppe, por su edad y honestidad, era el encargado de custodiar el botín, que ganaría el que encontrara el muchacho para después utilizarlo en algún prostíbulo cercano al puerto de destino.

 

El entusiasmo de los marineros renovó el estupor que provoca con las horas solo ver mar, olas y monotonía.

 

Uno de ellos hizo sonar el silbato y todos salieron a la carrera en busca del chico.

 

La suerte estuvo a favor de Luca, el muchacho encargado de palear el carbón, con brazos musculosos y fuertes, no se agachó a mirar debajo de su catre, lo levantó. Y ahí, abrazado a su oso de peluche flaco y mugriento estaba Carlo.

 

Fueron en vano los esfuerzos del chico de zafar de sus brazos, cuando a la carrera lo llevó a la sala de comando, “tesoro encontrado”, gritaba. La sirena marcaba el fin del juego.

 

La actitud provocó una sonrisa en el capitán. Recuperando la seriedad dijo:

 

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Salimos, me miró con ojos acusadores.

 

Los días pasaron, la relación con los demás era cordial. Fuimos aceptados como parte de la tripulación. Cuando todo quedó al descubierto, no faltaron las voces acusadoras por la suerte del Francesco verdadero, pero nadie nos culpaba por querer escapar de la situación italiana. Con el tiempo entendieron que no éramos responsables de que el tipo se hubiera dejado llevar por el placer.

 

Carlo cada día avanzaba en el oficio de panadero, y yo, cumplía al pie de la letra todo lo que me pedía Giuseppe. Lo único que nos distinguía del resto era nuestra condición de detenidos. Ellos podrían tocar suelo argentino, nosotros no. Un tema recurrente en las horas de descanso. Yo porque tendría que enfrentar lleno de vergüenza a mis padres, que no estaba seguro de si me perdonarían. Y Carlo porque volvería al orfanato.

 

La diferencia con los barcos que transportaban pasajeros era que las condiciones eran precarias, la alimentación mala y la higiene peor. Y este, más chico, con tripulación únicamente, con un catre donde dormir y con la alimentación básica cubierta, era el entusiasmo y la fuerza que daba la esperanza de un futuro mejor.

 

Los días eran duros, pasaban entre trabajo, juegos de cartas e historias de vida. Las noches eran el momento de encontrarme con mis seres queridos, los traía a mi mente y a mi corazón. Con ellos y acunado por las olas, me quedaba dormido.

 

Durante el viaje, pasamos momentos muy duros, cuando la bravura del mar hacía de las suyas. Y pasamos momentos de alegría, fue una fiesta el cruce del ecuador. Ya la América se encontraba con los brazos abiertos, para recibirnos.

 

Llegamos a plataforma argentina, y fuimos llamados por el capitán.

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Si en algún momento había guardado la esperanza de revertir la situación, la había perdido. Caminé cansado a buscarlo.

Carlo estaba indocumentado.

 

La mañana era agradable, a unos días de comenzado el otoño, la temperatura era cálida. Se sentía el entusiasmo de tocar puerto. Luca, ganador de la búsqueda del tesoro, lo custodiaba celosamente y hacía proyectos de cómo gastarlo, el resto de la tripulación jugaba cartas. Las bromas y carcajadas inundaban la cubierta. Con Carlo estábamos apoyados en la baranda de proa con una suave brisa del norte. El sol nos daba un poco de energía para compensar la tristeza de ser dos prisioneros.

 

Eran las once de la mañana y el Monte Pasubio navegaba frente al cabo corriente, con la costa a la vista. Horas más tarde, a las dieciséis, seguíamos navegando, todo seguía igual, pero a las diecisiete horas el viento cambió y la borrasca comenzó a hacer rolar la nave. Nadie le dio importancia. El vapor seguía su curso. El capitán dio algunas órdenes preventivas, la tripulación comenzó a estar más alerta. Unas horas más tarde el viento viró hacia el sur sureste, y se convirtió en un verdadero huracán. Fue desesperante la lucha durante horas, por mantener el control de la nave, sin éxito. El desconcierto reinaba, a las veintidós horas pudimos ver la luz del faro de Quequén.

 

Sondear fondo”, gritó Gaetano Maresce, el viento se llevaba las palabras. El caos reinaba. Corrió tratando de no perder el equilibrio y aferrándose a cuanto podía para que el viento no lo arrastrara. La tripulación ya casi no tenía fuerzas. Todo lo posible estaba hecho. Tomó el micrófono y gritó: “Sondear fondo”. “Doce brazas, capitán”, le dijo un marinero. Con un último esfuerzo corrió a la sala de máquinas. Estábamos Giuseppe, Carlo, yo y algún otro integrante de la tripulación. Apenas apareció en la puerta unos instantes, para gritar que apague motores. Y corrió a la sala de controles, donde dio aviso a prefectura. Inmediatamente el jefe de máquinas cumplió la orden.

 

Carlo lloraba y se abrazaba a mi pierna para no caerse, estaba aterrorizado. Yo también.

La furia de las olas golpeaba el buque, la lluvia se mezclaba con las lágrimas de Maresce, que tomó la última decisión como capitán del Monte Pasubio.

Tirar anclas”, dijo con la esperanza de que el buque no sea arrastrado hacia la playa.

 

Pero el destino tenía escrita otras hojas, las anclas garrearon y el buque encalló frente al faro de Quequén.

El caos reinaba. Había que abandonar el buque. Eran las cuatro de la mañana. El viento y la lluvia lastimaban hasta los huesos. Carlo seguía abrazado a mi pierna, estábamos desconcertados como el resto de la tripulación. El miedo nos paralizaba. Corrimos por la cubierta, la marea estaba alta, no hacíamos pie. Los marineros estaban dejando el barco. Los botes caían al agua y eran inmanejables, quedando a merced del viento.

 

Me agaché y abracé a Carlo que seguía llorando

 

Llegamos a la orilla.



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