ARTE Y CULTURA | 17 MAY 2020

"Un lugar en el mundo": Tercer entrega

Se trata de un episodio más de la novela de Verónica Sordelli, en Quequén. Una historia de amor en tiempos de migrantes. Todos los domingos a las 20hs publicaremos un nuevo capítulo.




Quequén

 

No se veía nada, se escuchaban gritos, todo era desconcierto. Bajé a Carlo y lo tomé de la mano, busqué la luz del faro y caminé hacia él. El cansancio que tenía era tremendo. Las piernas no me respondían, Carlo se cayó, lo puse nuevamente sobre mi espalda, y seguí caminando hacia la luz que se prendía y se apagaba.

Casi sin poder articular palabra, mis dientes chirriaban de frío, contesté:

Sin olvidarme de mi condición de detenido saqué la fuerza para seguir, lo único que quería era irme lejos de ese lugar. Seguí caminando detrás de Ángel, el viento me doblaba el cuerpo y como podía me aferraba a Carlo que cubría con sus manitos los ojos, las ráfagas hacían que la arena nos lastime, caminamos minutos que me parecieron una eternidad. Llegamos a la casa, estaba su esposa calentando agua en la cocina de leña cuando nos vio. Su instinto la llevó a abrazar a Carlo que lloraba y temblaba como una hoja. Lo ayudó a sacarse la ropa y lo cubrió con una cobija. Cansado, desorientado, me senté en una silla, puse a Carlos en mi regazo, que seguía llorando, y lo acuné hasta que se quedó dormido.

 

Cuando todo era silencio y oscuridad, lloré y lloré hasta que me dormí, sin saber siquiera dónde estaba.

El olor a pan me despertó, Josefa preparaba mate cocido, Carlo comía como si fuera la última vez, y Ángel tenía su oreja pegada a la radio.

No tuve otra salida que contar toda la verdad, con los ojos acusadores de Carlo que me miraban entre sus rulos limpios y secos que caían nuevamente sobre su frente. El relato me llevó apenas unos minutos. Josefa se hacía la señal de la cruz y vi cómo apoyaba su mano sobre el hombro de su marido haciéndole presión, una señal de que quería que la siguiera hasta el dormitorio.

 

Ángel y Josefa eran un matrimonio de unos 45 años, sin hijos, vivían en una pequeña casa a una cuadra del faro, trabajaban en el mismo lugar, el Hotel Quequén. Ángel de cochero y Josefa de cocinera. Durante el verano pasaban casi toda la jornada en su trabajo, pero ahora que ya se habían ido todos los turistas, se encargaban del mantenimiento en general. Ángel se levantaba, escuchaba el noticiero, tomaba su mate cocido y se iba despacio al hotel, cepillaba y daba de comer a los caballos, lustraba las carretas para evitar que el salitre del mar pudriera la madera, daba una vuelta por las instalaciones , se encargaba del aprovisionamiento y volvía a su casa cerca del mediodía. Carmen lo acompañaba algunos días.

 

El hotel comenzó a funcionar en Quequén en diciembre de 1892 como “hotel Victoria”, pero fue recién en 1895 cuando se inauguró oficialmente y su dirección quedó a cargo del señor José Cano. Fue realizado bajo el modelo de los principales establecimientos de Biarritz, San Juan de Luz, Rentería y tomando de cada uno de ellos lo mejor. Se encontraba a quince cuadras de la estación, a cien metros del océano y a trescientos de la desembocadura del río Quequén grande. Contaba con agua corriente, una fábrica de hielo y servicio de estafeta propia, un destacamento policial, un telégrafo de la provincia, una sala de masajes de baños calientes con agua de mar y peluquería. También contaban con una lechería donde se elaboraban distintos tipos de queso y productos lácteos para consumo interno, un lavadero propio e inmensas caballerizas Y lo más destacable: a esas playas concurrían solamente los bañistas del hotel, evitando así los peligros de enfermedades de los niños, temibles en esa época. Por todo esto, durante gran parte del siglo XX, el luego llamado Hotel Quequén hospedó a los más selectos de la sociedad porteña en su visita a la Costa Atlántica. Esa mañana ya había pasado la tormenta huracanada, y si bien habían quedado rastros del tremendo temporal, el sol brillaba en todo su tamaño.

Ángel me invitó a ir al hotel, lo primero que mis ojos vieron fue la inmensidad del faro, imponente, orgulloso, majestuoso con sus 34 metros, según me contó. Todo el resto era vegetación, inmensidad de tierras repletas de eucaliptos y tamariscos, calles angostas y arenosas y el viento que en esa mañana traía el olor del puerto, no había casas, si miraba a lo lejos eran médanos, y más médanos. La pregunta era: ¿es un lugar fantasma?, durante la caminata me enteré que la zona de playa de Quequén era poco habitada, estaba separada de la ciudad de Necochea por un puente, “el puente carretero”, inaugurado el 20 de enero de ese año, aliviando a la gente que hasta ese momento cruzaba el río en balsa. Necochea era el lugar de residencia común de la gente del lugar y pocos, muy pocos, vivían en Quequén... Llegamos al hotel.

 

Pesadas verjas de madera limitaban el espacioso jardín anterior del edificio, a través de anchas puertas se pasaba a la conserjería. Se continuaba luego al exterior en un patio rectangular con canteros floridos y una maravillosa fuente de agua. Rodeado por interminables corredores que llevaban a las habitaciones; en el sector posterior se ubicaba el bar, en cuya barra llamaba la atención un original cisne de cobre con la base agujereada de la cual se extraía agua helada, y una gran mesa de villar, el salón de té, llamado “ el palacio de las moscas” con sus sillones de mimbre y sus mesas de tapas verdes. El de baile con sus sillas alineadas a los lados y el piano de cola. El amplio salón comedor, el más grande de toda Sudamérica (50 metros de largo por 13 de ancho), estaba construido sobre la orilla del mar, viéndose desde las mesas el espectáculo del oleaje.

El hotel tenía capacidad para albergar a trescientas personas distribuidas en elegantes departamentos todos con vista al mar, por lo general los huéspedes eran matrimonios con hijos que se trasladaban al lugar con sus mayordomos, mucamas y niñeras. Para llegar aquí los turistas debían viajar catorce horas en tren o varios días en carruaje. Si llegaba a la estación Ángel los esperaba y trasladaba junto con varios baúles.

 

Terminamos el recorrido y emprendimos el regreso a la casa. La charla era más animada.

 

Así empezamos a sellar una relación de amor que duraría toda la vida.

 

Los días, semanas y meses siguientes transcurrieron tranquilos y funcionábamos como familia, dedicamos la mayor parte del tiempo a organizar nuestras vidas, tramitamos los documentos perdidos en el naufragio. Una vez logrado esto, Carlo empezó el colegio, con Ángel construimos una habitación nueva en la casa para poder vivir más cómodos, todos los días salíamos temprano a la mañana para el hotel. Josefa y Carlo para el colegio, en pocos meses la habitación estuvo terminada e integrada a la casa y nosotros a la familia.

No fue difícil adaptarme, las costumbres eran muy parecidas, Josefa hacía las comidas del día, lavaba la ropa y hacía las cosas de la casa, como lo hacía mi madre, Ángel iba a su trabajo, yo lo acompañaba y Carlo al colegio... extrañaba mucho a mi hermana, ella me arrancaba lágrimas de tristeza y nostalgia. La salida obligada era los domingos, cuando los cuatro emprendíamos el camino para ir a la misa de la parroquia Nuestra Señora de la Merced, y de rodillas con mis manos muy juntas le pedía domingo tras domingo a la virgen poder tener algún día la oportunidad de volver a ver a mi familia. Cuando la misa terminaba era costumbre charlar con los concurrentes en la puerta de la parroquia, así fue como comencé a conocer chicos de mi edad, conocí a Valentino, hijo de un portuario, que un domingo me invitó a jugar a la pelota con los pibes... y así pasaban los días, hotel por la mañana y patear la pelota por la tarde, algunos días solíamos cruzar a Necochea, donde Josefa compraba las telas para confeccionar la ropa, y algunas provisiones, mientras don Ángel aprovechaba para jugar una partida de cartas en el bar Danés.

 

La vida era tranquila.

 

En noviembre ya todo eran preparativos para el verano que se aproximaba, el clima era cálido, los días más largos, el mar, un espejo color azul que reflejaba el cielo. Desde mi llagada a Quequén con Carlo teníamos un ritual que no se postergaba por ningún motivo, era subir al faro todos los días y desde ahí ver los barcos que entraban al puerto, a veces nos quedábamos horas, a veces apenas unos minutos, todo dependía de la tarea escolar que le daban a Carlos, ya que Josefa era muy exigente y quería que al terminar el almuerzo comience a hacerlas. Igualmente siempre íbamos, los 163 escalones nos esperaban.

Ya tenía trabajo. Josefa como todos los años iría a la cocina y Carlo estaría con ella.

El quince de diciembre el hotel se encontraba con los brazos abiertos, dispuesto a recibir a las familias que comenzaban a llegar. El encargado de la estafeta postal pasaba a Ángel el apellido de la familia y los integrantes, y él sabía que si eran más de una mujer debía acudir a la estación con dos carruajes, ya que los baúles serían muchos. Llegó un telegrama. Informaba que pasaría sus vacaciones por primera vez en el hotel la familia Almada. El gerente puso al corriente a todo el personal, ya que se trataba de un abogado muy prestigioso acompañado de su señora esposa, doña Teresa, de su hija Emilia Almada y su hijo Tadeo Almada, venían con una mucama y una niñera.

Les destinaron uno de los departamentos más alejados de los sectores sociales para garantizar un buen descanso lejos del bullicio, el objetivo de los propietarios del hotel era darles todas las comodidades posibles para lograr que las familias regresen año tras año a vacacionar.

 

El 24 de diciembre el hotel ya estaba completo, no salía de mi asombro por el lujo y el estilo de vida de sus huéspedes, las mujeres junto con sus niños y niñeras salían temprano para la playa, contaban con el derecho a una casilla construida en madera, según el modelo de Biarritz, muy fresca y cómoda, que utilizaban para ponerse el traje de baño, y luego de tomarlo se vestían nuevamente. Los hombres mantenían interminables reuniones en el bar, el almuerzo se servía en el comedor principal, los mozos vestidos de blanco, la cena era más formal, las mujeres de gala, los hombres con esmoquin y los mozos de negro.

 

Ese día era la celebración de Nochebuena, se había organizado la cena para las 22 horas, luego de la Misa del Gallo. Era mi debut como mozo, hasta ese momento todo había sido ensayo.

La cena constaba de tres platos, entrada, plato principal y postre, y cada mesa tenía asignado su mozo para garantizar que las copas siempre se encontraran llenas. El destino me llevó a la mesa de los Almada. Ya estaba por servirse el primer plato, en mi mesa faltaba un comensal. Nervioso don Augusto le increpaba a su señora el comportamiento inapropiado de su hija, que según su pensamiento se debía a que era una niña malcriada por haber sido por más de una década única hija. Miré al pequeño que tendría unos siete años, ya que su altura se asemejaba mucho a la de Carlo, y pensé que con más de diecisiete años ya no era tan niña, sí seguro malcriada y caprichosa, pero no tan niña.

Se hizo silencio, y todas las miradas incluida la mía fueron directamente a ella, la mesa de los Almada estaba a mitad del salón comedor, por lo que tuvo que atravesarlo casi completamente, a medida que el rojo en la cara de don Augusto aumentaba, los murmullos también lo hacían. Yo mucho no entiendo de moda, pero lo que sí entendí fueron todas las palabras que con los dientes apretados para que nadie se diera cuenta el abogado le decía a su mujer:

 

Hice un esfuerzo tremendo por bajar la mirada y continuar en mi rol de mozo... y las palabras de Ángel retumbaban en mi oído: “Ojo, muchacho, no te relaciones con los huéspedes, sé correcto y amable, pero nada más, mirá que muchos se han quedado sin trabajo por solamente hacer una sonrisa”. “Sí, don Ángel”, había dicho en esa oportunidad. Nunca pensé que me iba a resultar tan difícil sacar los ojos de esa señorita, hermosa.... su cabello castaño, sus ojos verdes, sus labios pintados de rojo y un impactante vestido corto, muy corto.

La cena resultó bastante tensa.

Era poco lo que hablaban los Almada, apenas algunas respuestas monosílabas a las preguntas del niño. Yo gracias a Dios era invisible para ellos

Teresa puso su mano sobre el brazo de Emilia y con sus ojos le suplicó que no siguiera discutiendo.

El destino quiso que comenzaran a sonar las doce campanadas avisando había llegado la Navidad, y a la vez terminando con la discusión. La gente comenzó a ponerse de pie en las mesas con las copas en la mano para brindar.

En ese momento advertí que la copa de la señorita Emilia estaba vacía, tratando de salvar mi error me acerqué.

El líquido comenzó a caer en cámara lenta, las burbujas saltaron sin control, y nuestros ojos se encontraron, bajé la vista inmediatamente, mi trabajo era un tesoro que debía cuidar, pero sus ojos golpearon mi estómago.

 

Al salón de baile ingresaron los integrantes de la orquesta, la música comenzó a sonar, muchos huéspedes se acercaron a bailar y otros fueron espectadores, Emilia se quedó en su mesa.

Eran las dos de la mañana cuando los Almada se retiraron al departamento y había terminado mi primer día de trabajo oficial. Entré en la cocina, Josefa se sacaba en ese momento el delantal, Carlo se había quedado dormido en una cama improvisada con dos sillas.

Alcé a Carlo lo más cuidadosamente posible para que no se despertara, nos subimos al carro y salimos para casa, era la primera vez en seis meses que llegábamos en otro medio que no fueran nuestras piernas. La noche estaba cálida, con una brisa apenas perceptible del norte, si bien era mi primer verano en estas tierras en el camino a casa creo que Ángel dijo veinte veces que era un fenómeno raro esa temperatura y sin viento a esa altura de la madrugada. Bajé a Carlo y lo llevé al dormitorio, por suerte no se despertó cuando lo puse en su cama, escuché el movimiento de los caballos y corrí.

Salí del hotel, me prendí un cigarrillo, empecé a caminar para casa, la noche hermosa, una luna que se reflejaba en el mar permitiendo ver el blanco inmaculado de la espuma de las olas, vi una pequeña luz en la arena que me llamó la atención, me acerqué un poco... no distinguí qué era, pero la seguía viendo, me acerqué un poco más.

En ese momento la voz da una pitada profunda. Descubrí dos cosas, una que era de un cigarrillo y dos que detrás de esa luz estaba la cara de Emilia.

Ahí descubrí la tercera cosa en veinte segundos: que el estómago se me había golpeado solamente a mí, en el momento en que le serví la copa de champán. Ella ni se había dado cuenta de mi presencia.

Inmediatamente contesté:

Cuarta cosa que descubrí. No me había ni mirado, yo hasta en la oscuridad más absoluta hubiese sabido que era ella.

 

Cómo valió la pena esta noche... pensé mientras me quedaba dormido.

 

El 25 de diciembre se celebraba la Navidad en el hotel, con muchos preparativos para las actividades recreativas programadas. Hasta iba a presentarse Papá Noel, para todos los huéspedes infantiles y por supuesto para Carlo, cuando Josefa lo contó durante un desayuno descubrió que Carlo no solo no conocía a Papá Noel, sino que nunca había recibido un regalo. Con mucha angustia e indignación por la vida que había llevado, relató todo sobre el viejo del polo norte y sus trineos, un cuento que tuvo que repetir varias veces al día por la emoción que le provocaba al chico. Quería que fuera un día inolvidable para él y le pidió a su marido que la lleve a Necochea al almacén de ramos generales, casa Euskalduna, en la esquina de Belgrano y Díaz Vélez. Allí estaba decidida a comprarle la sorpresa más linda que jamás hubiera recibido, conociendo la historia del oso de peluche perdido en el naufragio ya sabía cuál sería la sorpresa, y su niño, como lo llamaba, tendría el oso más lindo del mundo.

Ese día nos levantamos casi al amanecer, teníamos que marchar temprano al hotel, los preparativos y la decoración de los jardines nos llevarían bastante tiempo, se había programado una jornada de recreación y seguramente se prolongaría casi hasta la cena. Se incluía un servicio de merienda con una mesa de tortas, masas e infusiones, por lo que se podía saber poco iba a ser nuestro tiempo de descanso, pero, como decía don Ángel, cada vez que algún empleado se quejaba:

 

A las siete de la mañana ya estaba todo el personal en la cocina del hotel, donde se distribuyeron las tareas, la mayoría fuimos a los jardines, había que ubicar las mesas a la sombra de los árboles. A las damas no les gustaba estar demasiado expuestas al sol, y el día amenazaba a ser muy caluroso. Adornamos con grandes floreros y delimitamos con soga el espacio que se iba a designar a las actividades recreativas. El almuerzo se serviría en el comedor, era imposible trasladar todo el mobiliario, y de haberlo hecho no creo que a esas personas les gustase demasiado un almuerzo con el calor de esas horas. Por lo que había visto hasta el momento, que no era mucho, si de algo se cuidaban las mujeres era del sol, con grandes capelinas y vestidos, iban a la playa, y solamente se quedaban en traje de baño para meterse al mar.

Cuando todo estuvo terminado, me fui a jugar a la pelota con Valentino, que me esperaba en la puerta del hotel, nos hicimos muy compinches en estos meses y me contagió el amor por el fútbol; logramos armar un equipo bastante parejo, algunos trabajábamos, otros estudiaban, pero siempre nos hacíamos un tiempito para jugar, y este era uno de esos días. Apenas contaba con un par de horas, a las once tenía que volver, para el almuerzo programado a las doce. Antes que nada…

El picadito estuvo intenso, éramos cinco nosotros contra seis del otro equipo, ya era reglamento que todos jugábamos, la pelota es una pasión, y lo peor es quedarte sentado esperando tu turno para entrar. Corrimos como locos durante toda una hora, con el sol que ya pegaba fuerte, pero la verdad cuando pateás la pelota, no sentís frío, ni calor. A las once se terminó el partido y salí corriendo, me tenía que bañar y ponerme el uniforme de trabajo.

Por suerte quedaba a cinco cuadras, no sé si mis piernas serían capaces de correr más distancia. Estaba entrando cuando escuché su voz:

Salí corriendo, pasé por el guardarropas a buscar mi uniforme y me fui a dar un baño… Había algo que me daba vueltas en la cabeza, imposible que el señor Almada estuviera fuera del hotel, de ser así, Ángel hubiese sido el encargado de llevarlo, y eso no había sucedido.

Algo no estaba bien.

A las doce estaba listo con mi uniforme blanco de mozo, para servir el almuerzo, los huéspedes en su mayoría sentados, por una cuestión de organización se nos asignaba la misma mesa desde principio hasta fin de temporada, solo había modificaciones cuando nos tomábamos franco una vez a la semana. A mí me tocaba los miércoles.

Emilia estaba hermosa, hacía apenas dieciocho horas que la conocía, la había visto cuatro veces de las cuales dos habíamos intercambiado algunas palabras, seguramente insignificantes para ella, pero con lo que yo sentía alcanzaba para ambos.

A diferencia de la noche anterior el almuerzo fue cordial, se rieron y conversaron mucho, hasta me pareció escuchar que criticaban bastante a los Conté, sentados en la mesa contigua. Terminado el postre se retiraron a sus departamentos. A las 14 horas comenzaba la actividad recreativa, ese tiempo solo nos alcanzó para levantar la vajilla y copas de las mesas, cambiar los manteles; en definitiva, dejar organizado el salón para la cena, sacarnos los uniformes y comer alguna cosita al pasar preparada por Josefa, y con el último bocado ir a los jardines a esperar a los huéspedes. Cuando ya se encontraban todos ubicados a la sombra de los árboles o de los sombrillones que se habían dispuesto.

Todos los presentes sin distinción de sexo y edad miraron para el portón

Don Ángel corrió a abrir, e hizo su entrada triunfal Papá Noel.

Todos los niños, que lo conocían muy bien, comenzaron a gritar de alegría y nervios. Busqué con mi mirada a Carlo, lo vi escondido detrás de Josefa, fui hacia él.

Si yo lo permito, pensé. Los niños se levantaban a medida que los iba nombrando, le daban un beso y Noel el regalo, volvían a sus lugares. Ya les habían dicho que para abrirlos tenían que esperar que Santa se vaya. Cuando la bolsa estaba casi vacía, fui al guardarropa donde había visto, al dejar mi uniforme, un hermoso paquete con un tremendo moño color azul, y lo llevé a los jardines. Todos estaban muy concentrados, nadie me vio. En el momento en que Santa miró la bolsa y la dobló en señal de que no había nada adentro, le grité:

Todos los niños comenzaron a abrir su regalo, Carlo miraba el paquete.

La tarde siguió entre juego de cartas, charlas, música, los chicos disfrutando de sus nuevos regalos y Carlo con su oso. Lo que hice no pasó desapercibido para el gerente del hotel, me mandó a llamar.

 

Luego de la cena y con más de doce horas de trabajo, todo el personal estaba muy cansado. Con solo pensar que debía quedarme vaya a saber hasta qué hora a limpiar el jardín, me sentía peor. No tengo más que palabras de agradecimiento a mis compañeros que una vez que el gerente se retiró, me ayudaron entre todos a retirar los adornos más pesados, las mesas y las sillas.

Terminé, y gracias a la ayuda de ellos, habían pasado algo más de dos horas desde que Ángel, Josefa y Carlo, cargando su oso, se marcharon a casa.

Fui a la cocina a dejar algunas copas y servilletas que encontré tiradas en el jardín, escuché risas que si mis oídos no me jugaban una mala pasada venían del depósito.

Entré… nadie, el cansancio, pensé.

Salí a la noche y me prendí un cigarro como lo haría hasta el fin de verano.

 

Nuevamente la luna que lo iluminaba todo. La ceniza encendida de un cigarrillo titilaba solitaria en la arena. Me acerqué sabiendo que era de Emilia.

Mi corazón estalló de alegría, al darme cuenta de que no había pasado desapercibido para ella.

Fue el cigarrillo que más disfruté en toda mi vida. Eso lo supe con los años. No hubo nada más seductor. Nuestros labios se tocaban a través de él, y en mi cabeza, cada pitada era un beso robado.

 

Fue el inicio de nuestra historia.

 

Una noche, siempre me quedaba con alguna excusa, vi que varios hombres entraban al depósito. Los seguí. Descubrí que había una escalera con una entrada disimulada. Estaba a la vista. No era parte de mi rutina entrar a ese lugar, alguna vez que otra, para buscar algo que me pedía Josefa, y nada más. No fui a la playa. Me quedé haciendo tiempo en la cocina. Tenía que saber de qué se trataba.

Hice guardia hasta las dos de la mañana o un poco más. Cuando me aseguré de que ya no se escuchaba ningún murmullo, por las dudas, esperé otro rato y comencé a bajar las escaleras. Estaba todo oscuro, eran bastantes escalones estrechos con varios codos.

Grande fue mi sorpresa. Se abrió ante mí un inmenso salón. Una ruleta, mesas para jugar póker. Era un casino clandestino.


Gracias por leer esta tercer entrega de la novela! Los domingos a las 20hs publicamos nuevas entregas. Cualquier sugerencia dejanos tu comentario aquí abajo, escribinos a nuestro mail o a nuestras redes sociales.  También escribile aquí a la autora.

 

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