ARTE Y CULTURA | 22 MAY 2020

Cuarta entrega de "Un Lugar en el Mundo", la novela quequenense

Un episodio más de la historia creada por Verónica Sordelli. El encuentro entre Emilia y Lorenzo se da de una manera inolvidable. Aquí podes encontrar también los capítulos anteriores por si aún no comenzaste a leerla.




 

Los miércoles salíamos a conocer algo del lugar, no era mucho, porque apenas contaba con tiempo para estar sola. No importaba, el asunto era vernos, y hacerlo a escondidas le daba valor extra. A veces ni nos movíamos del hotel, nos sentábamos detrás de alguna ligustrina, fuera de los ojos de todos y charlábamos, cada día que pasaba más nos atraíamos, y fuimos descubriendo que, a pesar de nuestros mundos tan distintos, nosotros no lo éramos.

Me moría de amor cuando se sonrojaba con mis piropos, su sonrisa me animaba a seguir conquistándola, nos buscábamos, nos mirábamos, nos contábamos nuestras vidas.

Le hablé de mis padres, de mi hermana, del naufragio, de Ángel y Josefa y de Carlo.

Le conté que el invierno que me tocó vivir fue muy frío, y que durante ese tiempo lo ayudé a Ángel en el hotel, aunque, aclaré, tenía ganas de conseguirme un trabajo, para colaborar con la casa. El del hotel duraba apenas tres meses. Durante el invierno, continuaba abierto, pero con muy pocos o casi sin huéspedes se quedaba, uno o dos de los empleados más antiguos. Descartando la presencia de Ángel y Josefa, que eran parte del lugar, agregué divertido.

El almuerzo y la cena se convirtieron en un juego, sonrisas cómplices, conversaciones que Emilia mantenía con sus padres, para que yo las escuchara.

 

Esa noche, cuando llegué a la playa, hacía frío, nos sentamos en la arena, nos abrazamos. Su perfume inundó mis sentidos, la tomé de la barbilla y la besé.

 

Ángel la llevó a la estación ferroviaria a las ocho de la mañana, yo la esperaba entre la gente. Estaba hermosa, elegante. Llevaba puesto un sombrero pequeño y un vestido con falda a lunares. Sus ojos más verdes que nunca me miraron. La tomé de la mano.

Esa mañana, cuando todos se habían ido de casa, preparé una vianda, con algo de comida y agua para beber.

Caminamos por un rato.

Llegamos al faro.

Comenzamos a subir los 163 escalones, y llegamos a la garita. Emilia quedó atrapada por lo que veían sus ojos.

 

Nos quedamos en silencio, llenándonos del paisaje.

Si bien mis visitas eran diarias, nunca dejaba de sorprenderme y maravillarme del efecto que me provocaba, era mi lugar. Y ahora también el de ella.

La tomé de la cintura.

Se volvió para mirarme, se me aproximó al cuello, me olió, sentí su tibia respiración. Me sacó el bolso con la vianda, que tenía colgando en mi hombro. Lo dejó a un costado. Como sin querer tocó la piel de mi pecho donde no había ropa, desabrochó mi camisa. Me tocó el vientre; sentí sus pezones duros, dejé que siguiera mirándome y tocándome, disfrutando de los cambios en su cuerpo y en sus gestos.

Me besó el hombro, apoyando las manos sobre mi pecho. Me buscó los labios, no pude contenerme más y busqué la profundidad de su boca húmeda, nos besamos con una pasión desenfrenada. Mi erección ya me dolía entre las piernas. Dejé de pensar; ciego de deseo. Le saqué el vestido, acariciando cada parte de su cuerpo, que cayó al piso, continué con su ropa interior, la di vuelta con premura, se agarró de la baranda, y le quité los broches que sujetaban el corsé, volví a girarla.

Para Emilia, esa era la primera vez en que quedaba desnuda frente a un hombre, un acto inconsciente la llevó a tomar su vestido tirado en el piso, y cubrirse el frente de su cuerpo.

Se lo saqué.

Acomodé la ropa en el piso, la acosté. Me contuve. Mis manos comenzaron a acariciar su cuerpo, sus senos eran perfectos, besé sus pezones erguidos, gimió de placer.

Me aparté tratando de recuperar la respiración.

Mi cuerpo estaba de costado mirándola, apoyado sobre mi mano, y con la otra hice un camino sobre el de ella, del ombligo fue a un pezón y luego a otro, y de ahí siguió su recorrido hasta los labios.

La tarde pasó volando entre caricias, besos y charlas. No volvimos a hacer el amor.

Llegamos. A los pocos minutos arribó el tren. Nos despedimos.

 

Ese jueves al mediodía, ya en mi puesto de trabajo en la mesa de los Almada, Emilia apareció con su familia, con un humor excelente, hablaba más de lo común y sonreía por todo.

Cuando terminó el almuerzo, y como todas las tardes, la familia se retiró a descansar. Valentino me esperaba para ir a jugar a la pelota. Me estaba sacando mi uniforme, en el baño para el personal, que está pegado a la cocina

 

Salimos caminando del hotel, hacía calor.

 

Si lo hubiese escuchado, podría haber evitado tanto dolor.

 

Esa noche, llegué a la playa. Emilia me estaba esperando, me besó.

Se sacó el vestido, no tenía ropa interior. No vi la timidez del día anterior, disfrutaba de su desnudez, se sentía libre. Ver su cuerpo entre las sombras de la noche me excitó. La tomé de la cintura y la besé en la boca, en el cuello, en los hombros. La acosté sobre la arena y la penetré. Yo vestido. Nuestros cuerpos se acoplaron como si fueran el uno para el otro, sus piernas rodean mi cintura, permitiéndome entrar a lo más profundo. Emilia se entregaba al amor sin culpas y disfrutando cada movimiento que la hacía gemir de placer.

Su cuerpo se movía a mi ritmo en busca de goce. Su cabeza se inclinó para atrás, sus músculos se tensaron, y un gemido me invitó a que juntos alcancemos el placer.

Nuestros labios se tocaban, y nuestra respiración buscaba calma.

Nos prendimos un cigarrillo, y en silencio y tomados de las manos, nos quedamos mirando las estrellas.

 

El verano avanzaba y nuestra pasión con él.

Los miércoles Emilia se las ingeniaba para organizar editoriales para el diario. Doña Teresa, que vivía para su hijo, tenía la misma rutina desde el día en que llegaron, se levantaba temprano, cruzaba a la playa con su niñera, almorzaba, dormía la siesta y a la tarde volvía a la playa, alguna vez que otra aprovechaba un baño termal de aguas calientes, que ofrecía el hotel. Don Augusto pocas veces la acompañaba, para esta altura era un jugador empedernido, solo esperaba terminar de cenar, mentirle a su esposa, que no hacía demasiadas preguntas, y quedarse hasta horas de la madrugada en el casino que funcionaba en el sótano del hotel.

 

Ese miércoles de mediados de febrero, comenzamos a subir los 163 escalones del faro, fue un día especial. Emilia estaba hermosa, radiante. Se apresuró, se adelantó en la escalera, levanté la vista de los escalones y la vi desnuda, me sonrió.

Lo logré casi llegando al final, la tomé de la cintura sin permitirle avanzar, su cuerpo se pegó al mío. La di vuelta y la besé con pasión, tocó mi pene, que ya había despertado. Llegamos a la garita, me acostó en el piso, sentándose sobre mí. Con sus manos acomodó mi pene dentro de ella, y cabalgó, me agarró de los brazos sin permitirme tocarla, me besó. Me tenía a su merced, seguía cabalgando, sus movimientos aumentaban y mi deseo era imposible de manejar, un gemido le avisó que el placer había llegado a mi cuerpo, me tomó la mano y la llevó a su vagina, los movimientos eran cada vez más intensos, sus ojos me miraban sin verme y gritó como nunca, ese grito se transformó en llanto. Me asusté.

 

No pude cumplir.

 

¡Nuestro amor era tan intenso que nos mantenía juntos todo el día!, aunque no lo estuviéramos. La noche era la única testigo de nuestra pasión. El faro testigo de la más bella declaración de amor.

Cuando le servía el plato en el almuerzo o en la cena, mimaba a mi mujer, y ella se dejaba mimar por su hombre.

Las noches, los días, pasaban y nosotros soñábamos con nuestro futuro. Habíamos acordado hablar con su padre, al final de la temporada. Sabíamos que no iba a ser fácil aceptar que su hija se viniera a vivir en un pueblo, con un mozo de hotel, la negociación iba a ser ardua, y no estábamos dispuestos a poner en juego nuestras citas, cosa que sucedería si le adelantábamos algo.

 

Tomé coraje y hablé con don Ángel, le pedí que me ayude a buscar trabajo, y un lugar de alquiler, pensé en irme para Necochea, tal vez era más ciudad, y Emilia se sentiría mejor, cosa que descarté inmediatamente recordando sus palabras: “hasta el fin del mundo te seguiría”, había dicho esa tarde en el faro.

Tenía razón.

Los dos últimos días de febrero se celebraban los carnavales, ya eran famosas las tradicionales fiestas en el hotel. Era la forma que habían elegido los dueños. Una última fiesta de temporada para seducir a los huéspedes a volver al año siguiente.

Cosa que no estaba tan seguro de que se lograría si el casino dejaba de funcionar, le comenté a Emilia.

La besé.

 

No faltaría mucho para que conociéramos cuán tirano sería capaz de ser.

 

Luego que terminó la cena, el día de carnaval, se abrieron las puertas contiguas al comedor, y apareció el salón de baile totalmente ambientado para la ocasión, a medida que la gente ingresaba, un empleado del hotel le entregaba a cada mujer un antifaz, obsequiado por la casa. La orquesta comenzó a tocar, todos bailaban. Emilia se me acercó con la copa vacía, y mientras se la llenaba, dijo:

Brindamos.

Me abrazó y besó, con ternura, la saqué.

Se lo di, sin saber que iba a ser realmente uno de los últimos besos, por mucho tiempo.

 

Al otro día, primero de marzo, durante el almuerzo, don Augusto, comentó:

Nos miramos. Emilia bajó la vista, había algo que evidentemente no me había contado.

No sé cómo terminé de trabajar ese día, no recuerdo nada, la cabeza me daba vueltas, me sentía enfermo, el cuerpo cansado. No sé cómo lo hice. Pero terminé. Emilia había desaparecido, yo sabía dónde encontrarla.

Llegué a la cocina corriendo, ya había dejado mi uniforme, y tenía puestos mis pantalones cortos, como todos los días

Salí corriendo, la pelota tendría que esperar. Mi prioridad era Emilia.

Soplaba fuerte el viento del este, costaba avanzar. El día era gris.

Corrí lo más rápido que pude. Subí los 163 escalones de dos en dos. La encontré llorando sentada en el piso, como pude traté de contenerla, acariciarla, me abrazó, estaba desconsolada.

 

Jamás voy a dejar de arrepentirme de no haber tenido el valor para hacerlo. Hoy no lo dudaría.

 

No tenía dinero. En ese momento pensé en Carlo, en don Ángel y doña Josefa. ¿Qué pensarían de mí? Me habían brindado su casa, su amor. Me habían dado un trabajo, habían recibido al muchacho como a su hijo. No podía, aunque quisiera no podía.

Nos dimos el beso más tierno de nuestra historia de amor.

Caminamos juntos hasta unas cuadras antes de llegar al hotel. Nos abrazamos muy fuerte.

 

Esa noche fui mozo de la familia Almada, y de su invitado especial, el futuro prometido de la mujer que amaba.

Emilia estaba muy callada, había rastros en su rostro de haber llorado por muchas horas.

Manuel era un tipo alto, flaco, elegante, joven, apenas un par de años más que Emilia, esa fue mi impresión. Muy simpático, no sé si porque de verdad lo era o porque se esforzaba demasiado en agradar a su jefe, seguro un poco de cada cosa.

 

A partir de ese día no volví a ver a Emilia en el comedor, doña Josefa me contó que había pedido el servicio al departamento.

La tristeza que me envolvió fue tremenda, ya no tenía ganas de levantarme, y mucho menos de ir a trabajar, tener que ver a ese hombre sonreír durante toda la comida no lo soportaba, me había robado la alegría. Aunque él no lo supiera.

Tampoco volvió a la playa, noche tras noche, la esperé. Noche tras noche la deseé, noche tras noche la imaginé. Me prendía un cigarrillo, y soñaba que sus manos me tapaban los ojos, y su voz me decía: “Hola, mi amor, acá estoy”.

Nunca llegó

 

Me aferré a la ilusión de que teníamos dos miércoles por delante antes que se fuera.

Una tarde, cuando volvía de jugar a la pelota, la vi caminando con Manuel, por la orilla del mar, me sentí morir, quería ir corriendo, y decirle: “Es mi mujer”. Mía, solo mía. Me enfurecí, la cara se me transformó.

Entre arranques de llanto y de bronca, pude relatarle todo lo sucedido.

Decidí creerle, y me ilusionó pensar que aún faltaban varios días, antes que llegara su partida.

 

Era miércoles, me levanté temprano. Necesitaba verla, abrazarla, besarla. Di vueltas por la casa buscando la tranquilidad que había perdido hacía una semana, para estar sereno y poder escucharla, que me explicara cuál había sido el motivo de su distanciamiento. No quería enojarme y gritar, como lo hice cuando la vi en la playa con Manuel. No quería asustarla, lo único que me importaba era recuperar a “mi” Emilia. Logré contenerme hasta las nueve de la mañana, hora en la que ella salía, habitualmente del hotel, y caminé esos 100 metros que separaban la casa del faro, lentamente, disfrutando los minutos que faltaban para tenerla en mis brazos, para hacerla mía.

Nunca me voy a olvidar que ese día subí los 163 escalones diciendo… me quiere, mucho, poquito o nada. Me quiere dije subiendo el último escalón, la garita estaba vacía. Solo un sobre atado a la baranda se movía con la brisa de la mañana. El sobre decía “Lorenzo”.

Las manos me temblaban, y las lágrimas no me permitían leer. Las sequé con la remera, cuando aclaré la vista, comencé.

 

Quequén, 4 de marzo de 1925

Amor mío, sé que esperabas encontrarme, por eso dejé esta carta, y sé que debe ser una desilusión, pero es la única forma que encontré para comunicarme. Es tremendo lo que he sufrido en esta semana tu ausencia, tus caricias, tus besos. Será muy doloroso aguantar la distancia, durante el tiempo que estemos separados.

Pero llegará el momento en que estemos juntos para siempre.

Trataré de contarte ordenado, aunque sé que va a costar mucho, ya que si de algo carezco en este momento es de orden. Todo lo sucedido.

No pude soportar esa noche compartir la cena con Manuel, y verte sufrir, por eso me retiré.

 

Me imagino, amor mío, dije apoyando la carta en mi corazón, y luego en mi boca, para besarla. Continúe leyendo.

 

Cuando mi padre llegó al departamento, después de tomar una copa en el bar con Manuel, pensé que se iba al casino, y estaba por salir a verte cuando lo vi entrar. Empezamos a discutir, por supuesto estaba muy enojado por el desplante que, según él, le había hecho a Manuel, le aclaré que yo no tenía ningún compromiso, que no lo amo y que un nunca será mi esposo.

La discusión continuó y mi padre comenzó a amenazarme, primero que iba a llamar a padrino para dejarme sin trabajo y una vez logrado, y sin sueldo, tendría que hacerle caso, si quería continuar viviendo como hasta ahora.

Fue tal el enojo que sentí, si convencía a padrino y me quedaba sin trabajo, ¿cómo vamos a vivir, amor mío? Traté de conservar la calma, para ganar tiempo. Mi padre, que estaba más enfurecido a cada minuto que pasaba, me dijo: “Este sábado te vas a comprometer, le di mi palabra a Manuel y así va a ser”. No aguante más, perdí la calma y le grité: “Yo no me voy a comprometer porque amo a otro hombre, y no me importa quedarme sin trabajo, ya voy a conseguir otro”.

Fue lo peor que pude haber hecho, lo único que le importaba era que le diera tu nombre. No lo hice y jamás se lo daré. Amenazó con pegarme, mi madre, que ya se había despertado por los gritos, logró detenerlo. Pero me juró por la vida de mi hermano que iba a averiguarlo. Sentí tanto temor, amor mío. Y sé que a partir de ese momento me controla día y noche. La única forma que logré para estar fuera de su vigilancia es aceptar las salidas con Manuel, y así pude venir hasta acá, con él, y dejarte la carta sin que se dé cuenta.

Necesito que sepas que también convencí a Manuel de que era una locura comprometernos en este lugar. Que necesitaba tiempo, y si se consideraba un hombre de bien me lo debía dar, habló con mi padre y le pidió postergarlo.

En diez días me voy, no sé con qué excusa podré venir a dejarte otra carta. Sufro viéndote y saber que no puedo tenerte. Y tengo miedo de que mi padre te descubra, no me lo perdonaría. Dios quiera ayudarnos para que el tiempo pase rápido y podamos estar juntos para siempre.

Tuya. Emilia

 

Abatido por la tristeza regresé a casa, me tiré en mi cama. Te amo, te amo, eran las únicas palabras que salían de mi boca, la cabeza me daba vueltas. La carta apoyada sobre mi pecho la leía una y otra vez, pobre mi pequeña, está luchando por nuestro amor, y yo no fui capaz de huir con ella, la culpa y el remordimiento me perseguían, ¿de qué servía ser un buen tipo?, me pregunté enojado e impotente. ¡De qué sirve!, grité.

Caminaba de un lado para el otro como un animal enjaulado. Salí corriendo, no soportaba mis pensamientos, quería escaparme, de mí.

Llegué a la playa. Me senté en la arena, me prendí un cigarrillo. Era una cálida tarde de marzo. Quedaban algunos huéspedes, y muchos de ellos ahí se encontraban, los niños jugaban, las madres y niñeras descansaban, el mar estaba solitario. La temperatura ya no era tan alta. El verano se estaba despidiendo.

Necesitaba hablar, el dolor me iba a explotar en mi pecho. Se lo conté todo.

 

No la volví a ver. No regresó al comedor. Traté de estar muy atento a todas las conversaciones que ahí se daban. Manuel, tengo que reconocer, parecía un buen tipo. Los celos me comían por dentro cada vez que nombraba a Emilia, pero siempre lo hacía con mucho respeto y preocupado por la tristeza que veía en ella. Una noche doña Teresa no se presentó al comedor.

El domingo quince de marzo fue unos de los días más tristes de mi vida. Estaba en el hotel ya casi vacío, don Ángel cargaba el coche con los baúles.

Me quedé en la cocina. No podía verla marcharse. Cuando escuché los caballos, corrí, no sé para qué, llegué al portón, habían salido del lugar, me quedé mirando la carreta, sin poder contener las lágrimas

Ya estaremos juntos para siempre, amor mío.

Se dio vuelta. Me vio. No hizo nada, su cara estaba sin expresión.

 

Era el primer aniversario de aquel fatídico día que llegamos a Quequén. Carlo ya había iniciado su segundo grado, gracias a Dios no recordaba del todo lo vivido, él era feliz. Yo no. Las actividades de la familia habían vuelto a su normalidad. Los desayunos, con don Ángel y su radio pegada a la oreja, para luego salir a hacer el recorrido y el mantenimiento en el hotel. Josefa, que desde nuestra llegada se ocupó del chico, era poco lo que iba, se quedaba en la casa haciendo las tareas, y esperando a que su niño vuelva de la escuela para mimarlo.

Los domingos volvimos a misa, nos recibieron con mucha alegría. Mi amistad con Valentino era lo que me mantenía junto a Emilia, le hablaba todo el tiempo de ella. Me escuchaba y aconsejaba. Jugar a la pelota era lo único que me producía placer.

 

Nunca más volví a trabajar en el Hotel Quequén.

 

Don Ángel aceptó mi decisión sin cuestionarla, era el único de la familia que conocía mis sentimientos, y sabía del dolor que me causaba entrar a ese lugar y recordar a Emilia.

Valentino, mi gran amigo y confidente, pasaba los días acompañándome y dándome aliento. Una tarde me comentó que comenzaba la construcción de un puente que uniría Quequén con Necochea, se necesitaba mucha mano de obra.

 

A mediados de 1925 se inició la construcción de un puente que unía Necochea y Quequén. A partir de una estructura metálica construida en las usinas de la compañía Chantiers et ateliers de la Gironde, en Francia, comenzó la edificación. El material se cargó en el puerto de Cherburgo, Francia, a bordo de los transportes nacionales Pampa y Bahía Blanca.



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