miércoles 08 de mayo de 2024 - Edición Nº2775

Arte y Cultura | 29 may 2020

Quinta entrega de la novela quequenense, "Un lugar en el mundo"

¿Cómo venis con la lectura de la novela? En la sección de Arte y Cultura en nuestro portal podés encontrar todas las entregas previas de la historia que Verónica Sordelli creó en nuestro distrito.


Buenos Aires

 

 

Emilia entró a su cuarto y se tiró en la cama, había viajado catorce horas en tren, estaba cansada.

El viaje se le había hecho eterno, en una fila viajaron sus padres con su hermano, ella en otra con Manuel.

Todo el tiempo sentía que la entregaban a los brazos de ese hombre, sin importarle a nadie sus sentimientos.

Fueron muchas horas de preguntas y más preguntas, parecía como si en un viaje quisiera que le contara toda su vida.

  • Emilia, ¿cómo resultaron sus vacaciones?

  • Lindas.

  • ¿Le gustó el lugar?

  • Lindo.

  • Me alegré muchísimo cuando su padre me envió un telegrama para que venga.

  • Qué bien.

  • ¿Cuándo se reintegra al diario?

  • El lunes.

  • Me comentó don Augusto que hizo varias notas.

  • Sí.

  • Qué interesante, ¿sobre qué trataron?

Cuando ya no soportó más el interrogatorio, no reparó en quedar grosera.

  • Quisiera descansar, si no le molesta.

Aprovechó a cerrar los ojos, aunque no pudo conciliar el sueño, su mente estaba ocupada por Lorenzo y el amor que había quedado pausado hasta que volvieran a verse.

 

Manuel era esa clase de persona con la capacidad de ver siempre la parte positiva, nada lo ofendía, o se hacía el tonto. Todavía no lo había descubierto, pero eso le permitió, una vez que abrió los ojos nuevamente y cuando él intentó volver a las preguntas, decirle que no tenía ganas de hablar, que necesitaba estar en silencio.

  • Cómo no, Emilia -se justificó-, mi intención era que las horas en este tren se le pasen más rápido.

¡Por Dios! Fue el viaje más largo de mi vida, dijo mientras recordaba esa frase.

Se sacó los zapatos con los pies, que cayeron de a uno al piso. Abrazó a su almohada y se quedó dormida.

En la cena de esa noche, no habló ni una palabra, no tenía intención de que saliera el tema recurrente de los últimos días. A la mañana siguiente ya regresaba al diario, era cuestión de comenzar a evitar a su padre con la excusa del trabajo.

  • Buenas noches -se despidió, tras el último bocado volviendo a su dormitorio.

  • Buenas noches, Emilia -la despidieron sus padres.

 

Cuando el sol comenzó a salir, ya estaba levantada, preparó su vestuario, tomó su desayuno y salió de su casa para el diario. El coche con el chofer la esperaba en la puerta.

  • Buenos días, Iván.

  • Buenos días, señorita, ¿al diario?

  • Sí.

 

Para fin de siglo, las grandes ganancias del diario le permitieron comprar un terreno a pocos metros de la Casa Rosada, en pleno centro político de la ciudad, y mandar a construir un edificio palaciego, como símbolo de su poder. El imponente edificio La Prensa, con frente en avenida de Mayo 575, señalaba con contundencia el poder que tenía.

El edificio fue diseñado en Francia y realizado en Buenos Aires por los ingenieros Gainza y Agote, graduados de la Escuela de Bellas Artes de París. Poseía los mayores adelantos científicos y tecnológicos únicos de finales del siglo XIX: ascensor, telégrafo y cañerías doradas a través de las cuales se distribuía la correspondencia. En el primer piso, el diario tenía su propia oficina de correos.

El segundo símbolo representativo de La Prensa era su sirena, famosa por sonar para anunciar los acontecimientos más importantes. La sirena, anterior a la radio, fue uno de los pocos medios de comunicación a través de los cuales se difundieron de inmediato en la ciudad de Buenos Aires las noticias más importantes nacionales e internacionales. La primera vez que sonó fue el 27 de julio de 1900, cuando se produjo el asesinato del rey Humberto I de Italia.

 

  • Buenos días -saludó a sus compañeros de piso. Se dirigió a entregar el material que había realizado durante sus vacaciones al jefe de redacción.

  • Hola, Emilia -la saludó Luciano, recibiendo la carpeta.

  • Lo leo y lo dejo sobre tu escritorio, fíjate si marco alguna corrección y lo llevás a edición. Ah, me pidió el jefe que te avise que te espera en su despacho.

  • Gracias, voy para allá.

  • ¿Se puede? -dijo, entreabriendo la puerta mientras daba un golpecito con los nudillos y asomaba la cabeza.

  • Sí, pasá, querida -dijo levantándose de su sillón y yendo a su encuentro-. ¿Cómo estás, querida mía? ¿Cómo estuvieron esas vacaciones?

  • Lindas, tío -dijo con tristeza en su mirada, abrazándolo y dándole un beso.

 

Su padrino era un amigo de la infancia de su padre, ella le decía tío, tenían una hermosa relación y podía contarle todo de su vida, su tío la escuchaba. Cuando había algún problema entre Emilia y su padre, trataba de mediar, generalmente cuando consideraba demasiada estricta la postura de Augusto, whisky de por medio, lo persuadía, como cuando Emilia se negó a estudiar abogacía.

 

Qué sentido tiene que la obligues”, le había dicho en ese momento, “los dos sabemos que no es posible llegar al éxito si no amás tu profesión. Te prometo que acá va a estar cuidada, no voy a permitir que se meta en problemas, y realmente es una niña con una sensibilidad especial para hacer editoriales sociales”.

 

  • ¿Pedimos un cafecito y me contás? -dijo invitándola a tomar asiento.

  • Tío, tengo que ver si Luciano marcó algún arreglo en las editoriales que les traje, y llevarlas a edición. ¿Qué te parece si salimos a comer y te cuento?

  • Me parece perfecto.

 

Fueron a almorzar a El Tropezón, un restaurante que se destacaba por el puchero de gallina.

  • Padrino, ¿cómo podés comer eso y después seguir trabajando? -dijo Emilia que apenas probó del plato de pastas que había ordenado.

  • Bueno, contame qué tal es Quequén.

  • Muy tranquilo, tío, el hotel es lindo, tiene todo lo que se necesita para pasar unas buenas vacaciones. Las playas son muy extensas y el clima agradable. Gracias por cubrirme con la presentación de Alfonsina Storni.

Emilia le había mandado un telegrama a su tío por si a su padre se le ocurría corroborar si era verdad.

 

Miércoles presentación Storni en Mar del Plata, viajo a hacer editorial. Por si papá pregunta”.

Emilia Almada

 

  • Te debo una explicación -dijo sonrojándose.

  • La espero. -Ezequiel ya estaba empezando con su plato de puchero.

  • Tío -comenzó diciéndole y apoyando su mano sobre la de él-. Conocí al hombre que es el amor de mi vida.

  • Bueno, bueno. -Su tío dejó inmediatamente los cubiertos sobre la mesa, sorbió del vino, se dispuso a escucharla. ¿Cómo es eso?

  • Se llama Lorenzo, es italiano. En los tres meses que pasamos juntos, me sentí muy amada. Queremos compartir nuestra vida. Queremos casarnos. Tío -dijo con lágrimas en los ojos-, no es un capricho, nos amamos.

  • ¿Qué dice tu padre?

  • Papá está obsesionado con que me case con Manuel, el abogado que está con él en el estudio. Yo no lo quiero, tío. No me importa lo que me diga, o las explicaciones que me dé.

  • ¿Y qué dijo cuando conoció a Lorenzo?

  • No lo conoció, sabíamos que no iba a aceptar la relación, por lo menos que iba a ser difícil que la acepte. Habíamos decidido contárselo cuando se terminen las vacaciones, pero, antes que suceda, vino con la noticia de que Manuel estaba en viaje a Quequén, que se quedaba quince días, y lo peor, lo del ridículo compromiso. Que gracias a Dios no se realizó.

  • ¿Pero no le dijiste nada? ¿Ese chico también se hospedaba en el hotel? ¿Es de Buenos Aires?

  • Sí, le dije, pero en mitad de una pelea y a los gritos, a tal punto que quiso darme una cachetada, gracias a Dios mamá lo evitó. No. No se hospeda en el hotel, trabaja ahí. Y vive en Quequén.

  • ¿Cómo es eso? ¿De qué trabaja?

  • Es mozo, ¿pero qué importa todo eso, tío?

  • Importa, Emilia, conozco a tu padre, y sé cuáles son las intenciones con respecto a Manuel. Te aseguro que no estoy de acuerdo. Cuando me lo comentó se lo hice saber, no me parece que el heredero de su estudio tenga que ser tu marido. Lo que sí me dijo es que el chico le pidió tu mano, porque está enamorado.

  • Tío, ¡por favor! Enamorado de la plata debe estar, si nos vimos tres veces antes que le pida la mano a papá.

  • Bueno, como sea -continuó Ezequiel-, si vos aceptabas me parecía bien, y si no tu padre debería respetar tu decisión. Eso le dije.

  • ¡Gracias, tío!

  • Lo que no quiere decir -prosiguió- es que esté de acuerdo con la relación con Lorenzo. Y te voy a dar las razones. Cualquier padre quiere lo mejor para sus hijos, por ese motivo, tu padre trabaja y les da todo para que sean felices. Saber que su hija (que aún no lo sabe) quiere casarse con un empleado de hotel es lógico que no lo acepte.

  • Pero, tío.

  • Dejame terminar. Si a eso le sumamos que apenas lo conocés. Le tengo que dar la razón.

  • A Manuel tampoco lo conozco -se justificó.

  • Emilia, te lo dije cuando comenzaste a contarme. No estoy de acuerdo con lo de Manuel. Pero tampoco con lo de Lorenzo.

  • Yo a Lorenzo lo amo, y él a mí. Y nos conocemos, y fui su mujer. Antes que me digas nada, no me arrepiento, fue mi elección y lo volvería a hacer.

  • Me parece muy bien -dijo Ezequiel, sorprendiendo a Emilia- que hayas decidido y elegido al hombre que te hizo mujer. Espero que no te hayas equivocado. Para terminar esta charla, contá conmigo por lo de Manuel, pero sabé que no voy a interceder por vos y Lorenzo.

  • Yo no quiero que intercedas, padrino, solo quiero que, si me caso y me voy a vivir con él a Quequén, me permitas mantener el trabajo, seguir haciendo editoriales, sería de gran ayuda económica para nosotros.

  • Contá con ello -dijo Sacando dinero y dejándolo sobre la mesa-. ¿Vamos?

 

Llegó a su a su casa promediando la tarde, su padre había regresado del estudio.

  • Hola, Emilia, ¿qué tal tu primer día?

  • Bien, padre, un poco cansada nomás, me voy a acostar un rato.

  • Me parece bien. Descansá que a la noche invité a Manuel a que venga a cenar.

  • Bueno, padre -dijo acobardada.

 

Las comidas con Manuel se repitieron noche tras noche. Emilia evitaba momentos de soledad con él, aunque no podía evitar que ganara más confianza en el seno familiar. El trabajo era lo único que la distraía. Le daba la energía que necesitaba para afrontar todos los santos días los embates de su padre.

Con su padrino no volvió a tocar el tema.

Hacía apenas unas semanas que había regresado y le parecía una eternidad.

Terminado su trabajo del día, se disponía a escribirle una carta a Lorenzo, en su escritorio, cuando un compañero se acercó.

  • Estaba reunido con don Ezequiel en su oficina y entró la secretaria a avisarle que el señor Manuel López Mora, novio de la señorita Almada, quería verlo. Con que lo tenías bien guardado -dijo divertido.

  • No tengo novio -contestó con una sonrisa falsa-. Permiso -dijo parándose.

  • ¡Me vas a atropellar! -dijo moviendo el cuerpo justo a tiempo.

Se dirigió casi corriendo a la oficina del director.

Golpeó la puerta y entró:

  • ¡¡Se puede saber qué hacés acá!!

No escuchó la respuesta, cayó desmayada, sin que ninguno de los dos llegara a tiempo para evitar el golpe.

  • Emilia, Emilia.

Escuchó y abrió los ojos, era su padrino que le daba palmadas en la cara, del otro lado Manuel hacía viento con un ejemplar de la prensa.

  • Niña, qué te pasó, me asusté mucho.

  • No es nada, tío, creo que me levanté muy de golpe de la silla y el desconcierto de no saber qué hacías acá -dijo mirando a Manuel.

  • Eso puede esperar. El médico está llegando -la tranquilizó Ezequiel

  • Para qué -protestó.

  • Porque te desmayaste y quiero quedarme tranquilo.

  • Tío, estoy bien, no es necesario.

  • No se discute más, te va a revisar.

Golpearon la puerta, entró el doctor.

Al ver consciente a Emilia, invitó a los presentes a que se retiraran.

La interrogó y le tomó la presión.

  • Los parámetros son normales, por lo que me contó, señorita, debe haber sido un cuadro de baja presión. Igualmente, mañana por la mañana la espero en el hospital para hacer análisis y un chequeo más minucioso.

  • Doctor, no tiene sentido.

  • Como quiera, pero dígaselo usted a don Ezequiel.

  • Sí. No se preocupe, yo hablo con él.

Entró su tío al despacho.

  • Tenés que elegir. O haces lo que te sugirió el doctor, y vas a verlo mañana, o les cuento a tus padres lo que pasó.

 

  • Buenos días, Iván.

  • Buenos días, señorita, ¿al diario?

  • No, al hospital italiano.

  • ¿La espero? -preguntó estacionando el vehículo.

  • Sí, por favor, así me llevás al trabajo enseguida.

  • Aquí me quedo -dijo al tiempo que abandonaba su asiento para dar la vuelta y abrir la puerta de Emilia.

 

  • Buenos días, se acercó una enfermera, ¿en qué puedo ayudarla?

  • Necesito ver al doctor Fernández, me espera en su consultorio.

  • Por acá por favor.

  • Buenos días, doctor

  • Cómo le va, señorita Almada, ¿cómo se sintió?

  • Muy bien, fue un bajón de presión, pero no pude convencer a mi tío -dijo con una sonrisa.

  • Empecemos por un examen clínico de rutina. Por acá por favor -le dijo señalando la camilla. Examinó la garganta, tomó el estetoscopio y controló el corazón-. Diga treinta y tres.

  • Treinta y tres.

  • Otra vez.

  • Treinta y tres.

  • Sus pulmones están muy bien, no hay señal de tuberculosis. Acuéstese en la camilla, vamos a revisar abdomen. Siéntese por favor -dijo mientras ponía el tensiómetro.

  • ¿Cómo estoy, doctor?

  • Todo normal -dijo terminando el control-. Tome asiento en el escritorio, así le preparo su historia clínica. Todo el examen está perfecto. Para completar la rutina le voy a pedir unos análisis de laboratorio, y ya nos quedamos tranquilos.

Le entregó la orden, la envió a extraerse sangre y la citó para el otro día.

  • Mañana la veo, a esta hora ya voy a tener los resultados.

  • Gracias, doctor, nos vemos mañana.

 

  • Listo, Iván -dijo subiendo al coche-. Al diario.

 

El día terminó con la reunión semanal de redacción, donde se evaluaban las publicaciones y se bajaban directivas acompañadas de la orientación política del diario. Un tema que a Emilia le apasionaba, pero aún no había llegado su momento de poder opinar.

En varias oportunidades pidió no asistir a esas reuniones.

  • ¿Para qué voy a ir, tío?, me tengo que quedar callada, me prohibió hablar de política y mis publicaciones no se consideran de importancia para integrar los temas por tratar.

  • No seas caprichosa y chiquilina, es tu obligación estar en esas reuniones.

Sentada y aburrida esperaba la finalización, así podía irse a su casa a descansar.

  • Como último tema -dijo el jefe de redacción- les informo el inicio de la construcción de un puente colgante, que unirá Necochea-Quequén, el diario ha organizado el viaje de un periodista para cubrir la noticia, ya serán informados.

 

Hacía semanas que Emilia no se sentía tan feliz, mientras volvía a su casa, cerró los ojos y viajó a los brazos de Lorenzo, y así se quedó dormida.

  • Llegamos, señorita -la despertó Iván.

  • Gracias, hasta mañana.

Como todas las noches, Manuel estaba en su casa. Tomaba un whisky en el escritorio de su padre, se los escuchaba hablar de trabajo, no hizo ruido, no quería ver a nadie, deseaba disfrutar sola el momento y la alegría que sentía, se fue directo a su dormitorio, se tiró en la cama pensando en su amor y se volvió a dormir.

  • Señorita -la despertó la mucama-, está la mesa servida.

  • Gracias, avíseles por favor que voy enseguida.

Se levantó desganada, apetito tenía mucho, pero ganas de verle la cara a Manuel, ¡no! Trató de echar el malhumor que le provocaba la situación. Era demasiada la alegría que le produjo la noticia del viaje a Quequén, nada ni nadie se la empañaría, entró al comedor con una sonrisa.

 

  • Buenos días, señorita. ¿En qué puedo ayudarla?

  • Me espera el doctor Fernández.

  • Por aquí por favor.

  • Buenos días, doctor -dijo Emilia, tomando asiento frente al médico, escritorio de por medio.

  • Buenos días, señorita Almada. Aquí tengo los resultados, y como suponíamos todo está muy bien, sin embargo -continuó-, debo informarle que está embarazada.

 

No reaccionó, jamás había evaluado esa posibilidad.

 

  • Emilia, ¿está bien? -El médico ya se encontraba a su lado, ella seguía sin reaccionar con la mirada clavada en la nada misma.

  • Emilia -repitió-, apoyando una mano en su hombro. ¿Se encuentra bien?

  • Sí, doctor, discúlpeme, pero no esperaba esta noticia.

 

  • Buenos días -saludó a sus compañeros de trabajo, sin parar en su escritorio-. ¿Se puede?

 

  • Adelante, niña. ¿Terminaste tus chequeos?

  • Sí. Todo salió perfecto, fue un bajón de presión -comentó al pasar-. Tío, ayer en la reunión semanal informaron que el diario va a cubrir el comienzo de la construcción de un puente colgante en Quequén.

  • Me imaginé que vendrías a verme, tenía pensado que vayas, ya que conoces muy bien el lugar. Hablé con nuestros colegas del diario local, nos facilitarán las fotos, así evitaremos tener que mandar a nuestros fotógrafos. No sé qué dirá tu padre por el viaje.

  • ¿Por qué tendría que decir algo? Se trata de trabajo.

  • Ya está reservado el pasaje para el viernes a las cinco de la tarde, la llegada está programada para las nueve de la mañana, te reservé un departamento en el Hotel Quequén para que puedas descansar, ahí mismo se va a realizar un almuerzo a las trece horas con el ingeniero Pascual Palazzo, director de la obra. Y el mismo día a las dieciséis horas tenés el pasaje de vuelta.

  • Gracias, padrino -dijo. Se retiró.

 

En otro momento y otras circunstancias, hubiese luchado por quedarse unos días más en Quequén, hubiese intervenido en el planeamiento de la nota, hubiese dado su parecer sobre el almuerzo programado. Hoy no le importaba nada más que ver a Lorenzo. Cosa que le extrañó demasiado a don Ezequiel, sabiendo que, si algo caracterizaba a Emilia, era la pasión sobre su trabajo y la necesidad de poner su impronta en cada uno de ellos.

  • ¿Todo bien, querida? -preguntó cuando ya estaba saliendo del despacho, recibiendo una sonrisa por contestación.

 

Escribió unas líneas apuradas, bajó al primer piso donde funcionaba el correo.

  • Envíe esta carta al Hotel Quequén -dijo al empleado, quien la tomó, leyó el destinatario, y le puso las estampillas

  • Hoy mismo sale.

  • Gracias.

 

Durante la cena informó a su familia sobre el viaje.

  • No me parece decoroso que viaje una mujer sola en tren. Voy a hablar con Ezequiel. No lo voy a permitir.

  • Padre, es mi trabajo -protestó aterrorizada.

  • Cualquiera puede hacerlo por vos, esto no era lo que habíamos acordado cuando comenzaste a trabajar en el diario. Dónde se ha visto -continuó-. De ninguna manera lo voy a permitir y no se habla más.

Emilia pensó que volvía a desmayarse, conocía a su padre y sabía perfectamente que no iba a cambiar de opinión.

  • Disculpen que intervenga, pero si le parece puedo acompañarla -dijo Manuel.

  • Eso sí, me parece bien -opinó Teresa-. Van y vuelven en el día, ¿verdad?

  • Sí.

 

Cuando lograron hablar sin que nadie los oyera:

  • Emilia, espero haber sido de ayuda, pero es lo que se me ocurrió para que te permitan viajar.

  • Gracias.

Ya nada le importaba, y si tenía que viajar con él para poder ver a Lorenzo y contarle que iban a tener un niño, lo hacía.


 

Quequén

 

 

Querido mío.

El destino, ha decidido que volvamos a vernos, el sábado próximo, llegaré a Quequén.

La construcción del puente colgante es un acontecimiento para la provincia de Buenos Aires que merece un editorial en el diario. Nada me importa más que verte, abrazarte y contarte lo mucho que ha sucedido en este tiempo.

Te espero en nuestro lugar.

Eternamente juntos.

Emilia

 

Desde que leí la carta, conté las horas para volver a verla, llegué al faro a las nueve de la mañana, el tren arribaba a esa hora, no sabía si vendría directamente a verme. Este lugar nos mantuvo juntos todos los días que estuvimos separados, hoy que al fin la iba a ver, no me importaba esperarla el tiempo que sea necesario. Me levanté muy temprano, y me puse la ropa que uso para ir a misa los domingos. Quería estar lindo.

Escuché pasos en la escalera. Era ella.

  • Te creció mucho el pelo. -Es lo que me salió decirle. Estaba hermosa. La tocaba y miraba como si fuera un fantasma, tenía miedo de que desapareciera.

  • Lorenzo, amor mío, cuánto te necesité. -Apoyó su cabeza sobre mi pecho y rompió en un llanto desesperado. Me asusté, la separé con ternura y la besé.

  • Ya estamos juntos, mi amor, nada te va a pasar.

  • Abrazame fuerte, por favor, quiero sentirte muy cerca, por favor -me suplicó.

  • Emilia, ¿qué pasa? Ya falta muy poquito para que estemos juntos. En un mes comienzo a trabajar en la construcción del puente, la paga es buena. Mi amigo está averiguándome por una casa de alquiler, pensé que era mejor en Necochea, pero después decidí que nuestro lugar es Quequén. -No sé qué me pasaba, hablaba con desesperación, sin pausa, como queriéndola convencer, no sabía de qué tenía que convencerla, pero su mirada me decía que algo había cambiado.

Emilia seguía llorando.

  • Por Dios, decime qué pasa -le dije perdiendo la paciencia-. Te conozco, ¿fue tu padre? ¿El infeliz de Manuel? ¿Qué pasa?, ¡maldita sea! -grité.

Se secó las lágrimas. Su cuerpo se tensó, me tomó de las manos.

  • Tenemos que hablar.

Sentí que me moría, que todos mis proyectos quedaban truncados. Me di cuenta de que ya no era la misma, seguro que se había comprometido y se casaría con ese rico. El padre había logrado su cometido y ella había terminado por aceptar que era lo mejor. Qué futuro podía darle un tipo que labura en la construcción, que gana para comer, a una chica que vive entre lujos. No la culpé, pero tampoco quería escuchar todas esas cosas, ya las sabía, y eran muy dolorosas para que ella me las recordara.

Las palabras de Ángel retumbaron en mi cabeza: “Son muchos los muchachos que he visto llorando cuando termina el verano”.

  • No tenemos nada de qué hablar, ya sé lo que me vas a decir.

  • Por favor, Lorenzo, escuchame. No lo sabés.

Desgarrado por dentro, pero con la fuerza que me daba mi orgullo, me mantuve en mi postura.

  • Por favor te digo yo, no quiero escucharte -dije mostrándole la escalera.

  • Mi amor, escuchame.

  • Por favor -repetí-, seguro que te están esperando.

Me acerqué a la baranda, la vi irse, mis ojos la siguieron desde arriba hasta que subió a un carro.

 

Muerto en vida como me sentía, corrí a casa de Valentino.

  • ¿Qué pasa, hermano?

  • Todo terminó -dije, abrazándolo y llorando como un niño.

  • Lorenzo -dijo cuando terminó de escuchar de mi boca todo lo sucedido-. Estas cosas pasan. Has superado la pérdida de amores más grandes, has superado un naufragio. Esto lo vas a superar, sos muy fuerte.

 

Volví a casa para el almuerzo, Carlo rezongaba porque doña Josefa le insistía para que se bañara y él hacía retranca. Lo miré, ese chico había superado tantas cosas, la muerte de su padre, el abandono de su madre, que lo separaran de sus hermanos, y ahora, su problema era que no quería entrar al agua. Tal vez él nunca lo supo, pero fue el motor que me ayudó a seguir. Lo admiraba, con su edad, tan pequeño y fuerte.

Como nada es coincidencia en la vida, don Ángel me pidió que lo acompañara al hotel. No quería volver a ese lugar, pero no podía decirle que no. En el camino me preguntó:

  • ¿Qué pasó con la señorita Almada?

  • ¿Cómo sabe que la vi?

  • No lo sabía, hijo, pero si algo te conozco, sé que ella es la única persona capaz de provocar este estado de ánimo. -Le conté lo sucedido.

  • Lorenzo, me parece muy bien que hayas entendido que son de mundos distintos, pero creo que deberías haber escuchado lo que tenía para decirte, el amor que se sienten se lo merece.

  • No, don Ángel -dije dándole los motivos que me llevaron a tomar la decisión-. Cuando leí su carta, que apenas fueron unas líneas, me di cuenta de que algo pasaba, sentí su frialdad.

  • Tengo miedo de haber sido el responsable de mostrarte lo diferentes que son sus vidas, quería que sufras lo menos posible.

  • No se haga problemas, usted lo único que hizo fue abrirme los ojos.

En ese momento vi a Emilia que salía del hotel con Manuel.

  • ¿Ve, don Ángel, que no me equivoqué?

  • Ya la vas a olvidar, muchacho -y pasándome su brazo por mi hombro dijo-: vamos, tengo una sorpresa para vos.

  • ¡¡Una carta de mi madre!! -dije recibiendo el sobre, leí Génova-Italia con una alegría que me estallaba el corazón. Cómo se puede estar tan triste y contento un minuto después, pensé, esto es la vida.

 

Mi madre me contaba que había recibido mi carta, que se sentía muy feliz de saber que yo estaba bien, gracias a Dios cuando le escribí, no me encontraba en este estado. En ese momento realmente era feliz, habiéndome salvado de un naufragio, habiendo encontrado un matrimonio que nos adoptó como hijos y con un trabajo por delante, qué otra cosa podía pedir, y así se lo hice saber en aquella oportunidad.

 

Las cosas en Italia no han cambiado, tu padre sigue pasando las horas en la herrería, tu hermana continúa durmiendo en tu cama. Esta niña todas las noches dice lo mismo: “Madre, ¿me puedo acostar en la cama de Lorenzo hasta que él vuelva?”, y esas palabras hacen que hablemos de vos, e imaginemos cómo te encontrás.

 

Apenas podía seguir, las lágrimas volvían a mis ojos, pero esta vez de emoción. Continué leyendo:

 

Como te lo dije en la última charla que tuvimos, siempre vamos a tenerte entre nosotros porque te amamos y ese amor va a acompañar el crecimiento de tu hermana. Espero y ruego todos los días que te volvamos a ver, hace unos pocos meses que te fuiste, y aún no me acostumbro a tu partida.

Hijo, te amo.

¡Sé feliz!

Tu madre

 

La carta estaba fechada el 24 de diciembre de 1924. El día que conocí a Emilia. Nada es coincidencia. Pensé y guardé la carta en mi bolsillo.


Gracias por leer esta cuarta entrega de la novela! Los domingos a las 20hs publicamos nuevas entregas. Cualquier sugerencia dejanos tu comentario aquí abajo, escribinos a nuestro mail o a nuestras redes sociales.  También escribile aquí a la autora.

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